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02 de octubre de 2010

De pie

Una bisnieta del cacique Pincén

“Paula Rinkel, vengo a velar tu exilio
aquí donde olvidaron que eras raza”
Ñusta de Piorno

En qué estará pensando Angélica Gelos Pincén (86 años) mientras camina callada, despacio, en círculo; cuando cumple las rogativas de un nguillatún en su Trenque Lauquen. Ni el frío ni el viento sur la retuvieron esta mañana en su casa. Bisnieta del gran cacique, se sabe sangre pampa de pie en la tierra que, alguna vez, fue enteramente de su raza.
Desanda junto a su gente un rincón solitario del parque, en el oeste llano, a 400 kilómetros de la Capital. “Qué pocos somos”, no hay sorpresa en su lamento. Más que nadie conoce lo difícil que es ser legítimo pampa en un territorio tan profundamente ganado por el huinca. Y piensa comprensiva en sus hermanos de sangre, en los que se quedaron en sus casas, en los que no se reconocen o no se animan a confesarlo, en los que recorren una vergüenza heredada, y en los que no sienten como ella el reclamo que le llega de los siglos americanos. Ahora mismo su corazón galopa. Un tropel de emociones lo invade, cada año, cuando llega el tiempo del nguillatún. No conoce la lengua, los mayores se la ocultaron. Tampoco sabe de esos ruegos circulares; si todo es un asunto casi nuevo para quien lleva 86 años de puro silencio.
Nacida en Trenque Lauquen, el paraje que hace 120 años su bisabuela Paula Rinkel eligió para aguantar la derrota. Cuando su compañero el Cacique Pincén continuó prisionero en Martín García, ella y sus hijos buscaron campo adentro, pero todo empezaba a tener nuevo dueño. Desahuciados de suelo, pidieron permiso aquí y armaron un toldo en las afueras.
Entonces Paula Rinkel, también llamada Laitú, herida de pobreza y humillación se entregó a una vida de “indios mansos”, rumiando el desprecio del poblado recién nacido. Compartiendo pesares orilleros con un resto de gauchos que habían cumplido en la frontera. Unos y otros habrán contemplado el reparto del suelo: cerca de la comandancia y el nuevo caserío, un remedo mezquino de colonia para el “gringaje” agricultor y más atrás, un océano de latifundios. Adonde fueron a dar por varias generaciones los Pincén, oficiando de peones y ellas como empleadas domésticas.

Rurales y domésticas
“Dos nietas del cacique: Tomasa y mi madre Felisa, trabajaron toda su vida en casas de familia. Cuando pudieron comprar un terreno en las orillas, Pascual, un tío, hizo una casita. No sé si de barro o de material, pero era una casa con techo de chapa y todo. Y ahí vino a vivir mi bisabuela Paula siendo anciana. Así que no murió en ninguna toldería”. Y la palabra “toldería” quiere decir otras cosas en boca de Angélica. “Ahí también murió Rosa, mi abuela, ya digo en una casa, no en tolderías…”
Aquel recuerdo todavía la estremece. “Ni un metro de tierra le había dado el Estado”, resume.
Como todos los Pincén, Angélica también sirvió en las estancias de la zona.
“Mi padre, Leopoldo Gelos, era peón rural cuando conoció, dentro de una estancia de los Zubía, a mi madre, cocinera y encargada de limpieza. Ahí nacimos sus 6 hijos. Después ellos consiguieron para puestero en la San Baldomero, cerca de Marilauquen”.
La estancia pertenecía a Celedonio Pereda, otro terrateniente que reunió 122.000 hectáreas en la llanura despejada de malones.
“Los domingos a la tarde sabíamos ir caminando con mis padres hasta el Puesto 60, ahí había dos médanos grandes. Con mis hermanos siempre hallábamos piedras de boleadoras. Gritábamos ‘¡mirá, de los indios, de los indios!’ y jugábamos a bochar”.
Se encoge de hombros al reparar qué lejos estaba de comprender la ironía de ser Pincén y peonar en las tierras por las que maloqueó su bisabuelo, el último gran cacique pampa, el estratega de temible inventiva, el gran adiestrador de pumas, que jamás firmó tratados con el Ejército hasta su derrota en 1878.

Ser Pincén
“En casa siempre hablaron bien de él, decían que había sido un hombre bueno y justo. Y que después de tanto guerrear terminó de peón juntando maíz… Pero muy pocas veces hablaban así. Alguna cosa nomás, no eran de hablar. No querían recordar. A veces, entre ellos nomás, volvían a hablar en lengua. Entonces una fue armando la historia de a puchitos. Y ahí quedó todo…”, dice como señalando un lugar donde se guarda un puñado de asuntos quietos.
“Es que hasta hace unos años no era sencillo llamarse Pincén. Si eras, más vale no recordarlo, no decirlo. Era vergüenza, era humillación. ¡Oh, si hay cosas para decir…!”, dice Angélica, sin embargo calla con un hermético “qué se podía hacer”.
“Vivimos acá pero no somos indios”, se acuerda que ha sido la muletilla de tanta gente, ventilando un prejuicio profundo acerca del origen del pueblo. De los obstáculos por componer una etnia arrinconada en nombre del “progreso”; del peso cultural que ejerció el “crisol” inmigratorio que terminó fraguando la vida en toda la campaña bonaerense; de cuánto hizo el Estado oligárquico para alimentar prejuicios, odios y desencuentros entre indios, criollos y gringos, Angélica –sin expresarlo así– siente que se fue dando cuenta de a poco.
“Al hacerme mayorcita, empecé a oír que algunas personas decían por lo bajo, como una cosa mala: ‘esos son descendientes, son descendientes…’ Así que todos nos quedamos ahí, ¿no?”
Y Angélica quiere decir quietos, callados. Resistiendo en la intimidad aquel sino de la sangre. Sin hacer ruido, como pidiendo permiso para estar en el pueblo.

20 años en una estancia
Sus recuerdos vuelven al latifundio de los Pereda. “Los primeros hermanos nos quedamos casi sin colegio, los menores fueron un poco más. Después mis padres se vinieron a la ciudad, pero yo quedé. Tenía 15 cuando empecé de niñera…, después para atender la limpieza y así…, veinte años”. Repitiendo la historia de sus padres, se casó con un rural y siguió la vida allí “hasta que hubo un cambio de firma.
“Cuando vinimos a la ciudad, compramos un terreno, alzamos una casita y seguimos trabajando: él de peón y yo doméstica…, hace muy poco que dejé”.

“Hubo un tiempo que nadie defendía nada”
Viuda, ahora vive con su única hija y un nieto de 10 años, en una casa acogedora de un barrio prolijo y arbolado que –aclara– antes “era todo arena y médanos”. Sonríe cuando revela que la calle se llama Coronel Hilario Lagos, el militar que nunca pudo con Pincén, por lo que el Ejército destinó al general Conrado Villegas, hoy considerado fundador y prócer del pueblo.
Acepta con pesar esa nomenclatura y todos los honores que aún tributan a las “Campañas del Desierto”; cuando se obvia el exterminio y se dice que fue una epopeya amarga “pero inexcusable hacia el futuro”.
Angélica no está convencida de esa visión. “Lo que yo llevo adentro es dolor por la injusticia que cometieron. Matar de esa forma, por qué”, repite. Y evoca a su tía Martina, “la mayor y la única de las nietas que tenía recuerdos de Pincén. Era una niña cuando los apresaron. Había visto demasiadas crueldades. Y nunca pudo controlar su enojo. Aún anciana, tenía días que bramaba contra los huincas, deseaba degollarlos; había que cruzar de vereda cuando se sentaba junto con sus perritos en la puerta de casa, a pelear con los malos recuerdos”.
Aquella tía, dice, acabó sus días de india resabiada sólo convertida en un “personaje del pueblo”.
“Hubo un tiempo en el que nadie defendía nada. Antes, acá, era todo Villegas, todo Villegas… Ahora se habla distinto. Hay otra posición y uno se siente un poco más reconocido”, se consuela sin dejar de advertir que el símbolo del pueblo todavía es un mangrullo y que a pocos pasos de donde hacen el nguillatún está el museo donde “la historia se cuenta de un sólo lado, aunque digan lo contrario”.

“Acá nunca dieron tierra”
También sabe Angélica que en la provincia de Buenos Aires hay una cuestión que casi nadie quiere mentar. Tan contundente fue la regla, y con tanta fuerza defendida desde el comienzo mismo de la historia institucional, que la propiedad de la tierra ahora parece ser un asunto que vino del más allá. Intocado y para siempre.
“Acá se anduvo, sí, para conseguir tierras, pero ni un pedazo dieron. Un intendente prometió tierras fiscales, pero en comodato, no en propiedad. Y a los dos años había que entregarlas. Nos entusiasmamos. Entonces había muchos jóvenes, familias que tenían muchos chicos y había un plan para enseñarles a trabajar la tierra, y el proyecto era cooperativo, con ayuda del Estado. Pero se desarmó cuando fuimos a ver la tierra. Era un cañadón que no se podía trabajar. Me crié en el campo, uno ha sido pobre pero ha sabido de la tierra. Allí, lo único que se podía criar eran patos. Después llovió y hasta anduvieron ahí pescando; entonces todo quedó en el olvido. Me dijeron que existen más lotes municipales con tierra buena, pero esos se arriendan para sembrar maíz, soja…, no son para nosotros, el cañadón nomás nos prestaban…”
Angélica se arrima al rescoldo. Sus ojos negros, casi hundidos, repiten la mirada que muestran los daguerrotipos del cacique. El viento comienza un juego con las brasas y alza remolinos de cenizas. Se pierden rápido en la anchura del parque, igual que la vocinglería del nguillatún. A distancia, para los desprevenidos, lucen anacrónicos. Un alboroto de ponchos. Un ruego. Poca cosa. Sin embargo son pampas desentumeciendo razones en la llanura desde hace un siglo tan “prolijamente” cuadriculada. Desbordante de soja.