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11 de agosto de 2016

Con el aporte de los pueblos de ambas márgenes del Río de la Plata se logró echar a los colonialistas ingleses. En Buenos Aires se armaron las milicias criollas, que serían decisivas en la Revolución de Mayo de 1810.

La Reconquista de Buenos Aires

A 210 años de la derrota de los ingleses

4 de agosto de 1806. Son las nueve de la mañana. En el fondeadero del río Las Conchas (actual Tigre) reina un movimiento extraordinario. Decenas de embarcaciones se aproximan a la ribera, y de ellas descienden los soldados de la fuerza organizada por Liniers en la Banda Oriental del Uruguay. El marino francés, al servicio de la corona de España desde hace ya 30 años, da así principio a la marcha que culminará con la reconquista de Buenos Aires.

4 de agosto de 1806. Son las nueve de la mañana. En el fondeadero del río Las Conchas (actual Tigre) reina un movimiento extraordinario. Decenas de embarcaciones se aproximan a la ribera, y de ellas descienden los soldados de la fuerza organizada por Liniers en la Banda Oriental del Uruguay. El marino francés, al servicio de la corona de España desde hace ya 30 años, da así principio a la marcha que culminará con la reconquista de Buenos Aires.

En menos de una hora las tropas terminan la operación de desembarco. Bajan también a tierra más de 300 marineros de la flotilla y, al mando de su jefe, brigadier Juan Gutiérrez de la Concha, pasan a engrosar los efectivos de Liniers. Este resuelve pernoctar en el lugar para iniciar el avance al día siguiente. Los soldados deben soportar esa noche una violenta lluvia que, con breves interrupciones, habrá de prolongarse hasta el día 8 de agosto. Ese temporal tiene decisiva influencia en el desarrollo de las operaciones, pues Beresford, que se propone salir de Buenos Aires para enfrentar a campo abierto a las columnas de Liniers, se ve obligado a permanecer en la capital. Desprovisto de tropas de caballería, el general inglés considera imposible marchar a pie con sus soldados por los caminos que la lluvia ha convertido en ríos de barro.

Las tropas españolas y criollas acometen, sin embargo, la dura travesía por el lodazal. Salvo una compañía de Dragones, y los paisanos que ha logrado reagrupar Pueyrredón tras el desbande de Perdriel, el resto de la fuerza debe marchar a pie. El avance, finalmente, se interrumpe en San Isidro. En la mañana del 9 de agosto las condiciones del tiempo mejoran, y Liniers da nuevamente la orden de marcha. Al día siguiente el ejército se encuentra en los Corrales de Miserere (actual Plaza Once).

 

La rebelión popular

En la ciudad, Beresford verifica con alarma la creciente hostilidad de la población. La provisión de víveres se interrumpe y los negocios y pulperías cierran sus puertas. Al caer la tarde, arriba al fuerte un emisario de Liniers el capitán Hilarión de la Quintana, quien presenta a Beresford una intimación de rendición. Este último la rechaza y, temiendo un sorpresivo ataque nocturno, atrinchera sus fuerzas en torno de la Plaza Mayor. Hombres y cañones son emplazados en el Fuerte, la Recova y los edificios y calles que rodean la plaza. El temido asalto, sin embargo, no se produce.

Esa misma noche, mientras los ingleses montan nerviosa guardia en el centro de Buenos Aires, las tropas de Liniers se desplazan en una marcha de flanco sobre el Retiro. En el transcurso del avance comienza la incorporación masiva y entusiasta de la población de la capital. Centenares de hombres y niños se pliegan a las filas de Liniers, reclamando armas para participar en la lucha. Los cañones son arrastrados a pulso, a través del barro, por cuadrillas de muchachos, hecho que permite a Liniers alcanzar su objetivo en la madrugada del 11 de agosto.

Toda la ciudad está ya en rebelión. Desde las azoteas y balcones se hace fuego de fusilaría sobre las tropas inglesas que intentan abandonar la plaza para salvar al destacamento del Retiro. Allí los hombres de Liniers consiguen aplastar rápidamente la resistencia de los británicos. De los 15 soldados que defienden el arsenal, ocho son muertos, cinco heridos y dos caen prisioneros.

Beresford enfrenta ahora una situación desesperada. Desde todas las direcciones convergen sobre la plaza grupos de la fuerza enemiga, avanzando a través de los techos y azoteas. Uno a uno, los puestos avanzados británicos son aniquilados. Encima el fuerte viento del oeste que sucede a las torrenciales lluvias invernales –como vivimos en estos días–, había llevado el río leguas adentro impidiendo que actuaran los buques ingleses y dejando prácticamente fuera del agua a uno de ellos, el Justina. Esto dio lugar a que el joven salteño Martín de Güemes, encabezara su toma con la caballería criolla. (Por un error, en el tomo I de la Historia Argentina, pág. 128, refiero a ese fuerte viento del oeste como sudestada, cuando ésta produce un efecto al revés, Eugenio Gastiazoro).

 

Los ingleses se rinden

12 de agosto de 1806. Por las calles que conducen a la Plaza Mayor, avanzan en tropel las fuerzas de la reconquista, envueltas en el humo de las explosiones y el retumbar de los disparos. Liniers, instalado con sus lugartenientes en el atrio de la iglesia de La Merced, ha perdido el control de las operaciones: sus soldados, mezclados con el pueblo que pelea a mano desnuda, no escuchan ya las voces de los oficiales, y se lanzan en un solo impulso a aniquilar al enemigo. Un diluvio de fuego se desata sobre las posiciones británicas en la plaza. Allí, al pie del arco central de la Recova, está Beresford, con su espada desenvainada, rodeado de los escoceses del 71. Esta es la última resistencia.

Las descargas incesantes abren sangrientos claros en las filas británicas. A los pies de Beresford cae, ultimado de un balazo, su ayudante, el capitán Kennet. El jefe inglés comprende que ya no es posible continuar la lucha, pues sus tropas serán aniquiladas hasta el último hombre. Ordena entonces la retirada hacia el Fuerte. Allí, momentos más tarde, iza la bandera de parlamento.

Volcándose como un torrente en la plaza, las tropas y el pueblo llegan hasta los fosos de la fortaleza, dispuestos a continuar la lucha y exterminar a cuchillo a los británicos. En esas circunstancias arriba Hilarión de la Quintana, enviado por Liniers a negociar la rendición. Esta deberá ser sin condiciones. La muchedumbre, terriblemente enardecida, es a duras penas contenida. Se exige a gritos que Beresford arroje la espada. Un capitán británico lanza entonces la suya, en un intento por calmar a la multitud. Pero eso no conforma a la gente, y Beresford debe aceptar, aun antes de que sus soldados hayan depuesto las armas, que una bandera española sea enarbolada sobre la cima del baluarte.

Liniers está ahora a pocos metros de la entrada de la fortaleza, aguardando la salida de su rival vencido. Beresford, acompañado por Quintana y otros oficiales, marcha hacia Liniers a través de la multitud que le abre paso. El encuentro es breve. Los dos jefes se abrazan y cambian muy pocas palabras. Liniers, después de felicitar a Beresford por su valiente resistencia, le comunica que sus tropas deberán abandonar el Fuerte y depositar sus armas al pie de la galería del Cabildo. Las fuerzas españolas rendirán, como corresponde, los honores de la guerra.

A las 3 de la tarde del 12 de agosto de 1806, el regimiento 71 desfila por última vez en la Plaza Mayor de Buenos Aires. Con sus banderas desplegadas los británicos marchan entre dos filas de soldados españoles que presentan armas, hasta el Cabildo, y allí arrojan sus fusiles al pie del jefe vencedor.

En ese momento, el comodoro Popham se dirige, a bordo de la fragata “Leda”, hacia el puerto de la Ensenada. Desde allí, después de inutilizar la batería española, emprende viaje hacia Montevideo, donde se reúne con el resto de su flota. Popham, pese a la derrota, no ha perdido sus esperanzas. Sabe que ya navegan, rumbo al Río de la Plata, nuevas fuerzas británicas.

 

El pueblo impone a Liniers

14 de agosto de 1806. En Buenos Aires reina una enorme agitación. Se ha difundido la noticia de que el virrey Sobremonte  regresa a la capital, decidido a reasumir el gobierno. Esto, para los porteños, es inaceptable. Grupos de exaltados recorren las calles, exigiendo a gritos la destitución de Sobremonte. Frente al Cabildo, donde se hallan reunidos en asamblea extraordinaria los principales hombres de la ciudad, se concentra una inmensa muchedumbre, dando mueras al virrey y aclamando a Liniers.

En el interior del Cabildo la asamblea se desarrolla desordenadamente, bajo la presión de la gritería que llega desde la plaza. Sobremonte debe ser separado del mando, ésa es la opinión multitudinaria. Sin embargo, los funcionarios españoles de la Audiencia, a los que se une el obispo Benito Lué y Riega, tratan de impedir que se concrete esa medida. Para ellos, Sobremonte no puede ser privado de su cargo, pues eso implicaría un atropello contra la autoridad del rey. Contra esos argumentos se levanta la airada respuesta de varios asambleístas. Uno de ellos, el criollo Joaquín Campana, afirma resueltamente: ¡Es el pueblo, para asegurar su defensa, el que tiene autoridad para decidir quién habrá de gobernarlo!

En la plaza la agitación se transforma en tumulto. Juan Martín de Pueyrredón se asoma a los balcones del Cabildo e incita a la multitud a exigir la entrega inmediata del poder a Liniers. La gente se arremolina y atropella contra los guardias que custodian las entradas del edificio. Muchos consiguen irrumpir en el recinto donde se celebra la reunión, y exigen enardecidos que se proceda sin más trámite a acatar la voluntad popular.

En medio del desorden, los miembros de la Audiencia abandonan el Cabildo, para, provocar, con su ausencia, la disolución de la Asamblea. No logran, empero, su propósito. Los que permanecen en el edificio ponen término a la discusión y designan a Liniers jefe militar de la ciudad. Al tener noticia del nombramiento, la multitud estalla en una ovación ensordecedora. Así, la jornada del 14 de agosto marca el fin de toda una época. El pueblo de Buenos Aires, al imponer la designación de Liniers ha ejercido por primera vez su soberanía.

Frente a la posibilidad de otra invasión, los vecinos decidieron formar cuerpos militares llamados milicias. Los habitantes de la capital formaron el cuerpo de Patricios; los del interior el de Arribeños (porque eran de las provincias de arriba); los esclavos e indios el de Pardos y Morenos. Por su parte los españoles formaron las milicias de Gallegos, Catalanes, Cántabros, Montañeses y Andaluces. En cada milicia los jefes y oficiales fueron elegidos democráticamente por sus integrantes.

Entre los jefes electos se destacaban algunos jóvenes criollos: Manuel Belgrano, Cornelio Saavedra, Domingo French, Antonio Beruti, Hipólito Vieytes, entre otros.

La ciudad se militarizó pero también se politizó. Las milicias se transformaron en lugares de discusión política, levadura de las masas indígenas, negras y criollas que aspiraban a la ¡libertad e independencia!, ¡ni amo viejo ni amo nuevo, ningún amo!