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14 de marzo de 2018

Relatos de una mujer obrera…

Seis menos cuarto, entran los colectivos a la fábrica. Huele a café caliente, a mate cocido, a cigarro de la mañana. Lentamente se abren los portones, comienza a escucharse el encendido de los camiones. En pocos minutos, arranca el día productivo.
Una gran fila para marcar, ya no una tarjeta, ahora una huella digital nos permite el ingreso, apenas amanece.
En el curso que nos dan los primeros días de trabajo nos dejan claro, en un papel que debemos firmar, la palabra justa está impresa: curso de adiestramiento.
Los objetivos de la empresa son, máxima calidad, en el menor tiempo, al menor costo, con el fin de producir la mayor ganancia posible.
La línea filosófica, así dicen, es la de Toyota, que, entre risas burlonas, se nos explica, apunta a que el operario no debe moverse a más de 30º de su puesto de trabajo. Promueve que seamos lo más parecido a un robot. No creo que los robots sientan el dolor físico y el cansancio que sentimos los obreros, luego de largas jornadas de entre nueve y doce horas.
Es usual escuchar a las compañeras decir, “no puedo colgar la ropa porque me cuesta mantener los brazos en alto”, “no puedo alzar a mi hijo” o a los compañeros decir que se descomponen al jugar a la pelota, porque el cuerpo no les da.
La fábrica se divide en distintos sectores. El primero que encontramos es la línea JIT, es decir Just In Time, justo a tiempo, producir a la par del cliente, lo que convierte a cada uno de nosotros en máquinas. En este sector, sólo trabajan hombres, en su mayoría entre 20 y 30 años. Los movimientos de ensamble de butacas, son continuos y acelerados. Si pudieran verlos un par de horas seguidas, seguramente olvidarían, que detrás de cada butaca, hay un hombre, con sentimientos, una historia.
Alrededor de la línea pasa un carro robotizado. Los obreros toman de allí las piezas y las ensamblan en dos o tres pasos, según el puesto, en cuestión de minutos.
En un infantil “piedra, papel, o tijera”, se dirime quién realizará la primera operación de la próxima secuencia. Muchas veces, aceleran el proceso, para sentarse dos minutos arriba de la línea. Así contamos adentro el tiempo, minuto a minuto. Cada instante para nosotros y para “ellos”, es oro. En esos minutos, pueden enviar un mensaje a su novia, o esposa, a sus hijos, cruzarse corriendo a saludar a una compañera, cargar el mate listo, tomar agua. Si quisieran ir al baño, alguien los debe reemplazar.
Al ser tan jóvenes, es inevitable sentir ansias de libertad. Una hora antes de salir, más llegando el fin de semana, se respira en el aire una mezcla de euforia y cansancio, como presos en sus últimos momentos de encierro.
Salir, para muchos, significa reventar. Tomar hasta no dar más. Salir directo al casino y, muchas veces, perder el sueldo.
Es un ritmo de laburo tan acelerado, que parece que la felicidad, también debe ser instantánea. Cuando hablan del casino, queda la sensación de ganar dinero, una vez, sin tener que romperse el lomo. Por supuesto, que son muchas más las veces que se pierde.
Pasando este sector, el resto es costura. Allí se trabaja con un poco más de stock. Son tres sectores que cosen para distintas terminales, se dividen en celdas, donde el trabajo es grupal. Todos los días se fija un objetivo, en base a los diferentes modelos, y la cantidad de personas.
La mayor parte, somos mujeres. Nadie, que no haya pasado por un taller de costura, conoce la velocidad a la que se cosen las fundas. Las máquinas son a pedal, debemos estar todo el tiempo paradas. A medida que pasan los años, la cantidad de fundas por operario aumenta.
Comúnmente las compañeras tienen sus brazos caídos, sus manos operadas, o con poca movilidad.
Como en cualquier punto de la sociedad, hay una marcada diferencia entre hombres y mujeres, a la hora de trabajar.
Si tuviera que sacar una foto desde arriba, se vería a los pibes con el celular en la mano aunque está prohibido, haciendo bromas entre sí, y a las mujeres las verían ahí, con la cabeza y la mirada baja, cosiendo sin mirar siquiera a los costados. Quizá al mirar la foto, se preguntarían… ¿qué piensan?
Piensan lo que cotidianamente nos pasa, los chicos solos en casa, si alcanzará la comida que dejamos, si apagarán la cocina, quién los cuidará mañana. En todo el trabajo que nos espera al llegar al hogar. En la violencia doméstica que sufrimos ayer, o las que nos tocará mañana.
Alguna piensa en que el marido no encuentre las pastillas anticonceptivas que le prohíbe tomar, otra que el ex marido no venga a romperle la puerta para pegarle.
En los momentos que compartimos fuera de la fábrica, muchas veces con los compañeros varones, salen a la luz los distintos maltratos que sufrimos las mujeres. Los pibes, en muchos casos, se hacen eco de nuestros problemas, y saltando las barreras que nos impone el sistema, nos dan una mano.
Sobre la mesa queda, cómo en definitiva, obreros y obreras compartimos las mismas penas.
La patronal y el sindicato, que a esta altura no difieren demasiado, no son ajenos a nuestras problemáticas. Se involucran, a conveniencia, en todos los aspectos de nuestras vidas, generando disputas en los grupos, y operando, para que nada altere sus intereses.
Con un discurso individualista, llevan todo al plano de lo personal, alejando a los trabajadores de la idea de conjunto.
No es personal que una compañera sea golpeada; no es personal que un compañero sea adicto; no es personal que otro sea alcohólico, o que otra tome pastillas antidepresivas. No son personales los problemas que padecemos.
Allí, en ese punto, entramos nosotros, en la tarea más ardua, pero más certera. Camino al corazón de cada compañero, para alzarlo en un sueño colectivo.

Malvina