Desde marzo está en curso la mayor lucha obrera que se recuerda en Brasil en décadas. La protagonizan 80.000 obreros que trabajan en las obras hidroeléctricas, termoeléctricas y petroleras de la región amazónica encuadradas en el “Programa de Aceleración del Crecimiento” (PAC) lanzado por el ex presidente Lula. El periodista Raúl Zibecchi publicó una detallada descripción en la que basamos esta nota.
Desde marzo está en curso la mayor lucha obrera que se recuerda en Brasil en décadas. La protagonizan 80.000 obreros que trabajan en las obras hidroeléctricas, termoeléctricas y petroleras de la región amazónica encuadradas en el “Programa de Aceleración del Crecimiento” (PAC) lanzado por el ex presidente Lula. El periodista Raúl Zibecchi publicó una detallada descripción en la que basamos esta nota.
En el campamento de Jirau –en el límite entre los estados de Rondonia y Amazonas y sobre el río Madera–, donde unos 20.000 peones llegados de las regiones más pobres de Brasil construyen una gigantesca represa hidroeléctrica, uno de los obreros fue golpeado. Cientos de sus compañeros incendiaron decenas de ómnibus, oficinas de Camargo Correa (la empresa constructora), dormitorios y cajeros electrónicos. La reacción reflejó broncas antiguas y profundas.
El gobierno de Dilma Rousseff envió a la policía militar, pero los obreros no volvieron al trabajo. En la cercana obra de San Antonio –cerca de Porto Velho, la capital de Rondonia–, 17.000 trabajadores que construyen otra usina sobre el mismo río Madera se declararon en paro. En pocos días la ola de huelgas se extendió como un reguero de pólvora: 20.000 obreros paralizaron la refinería Abreu e Lima y otros 14.000 la petroquímica Suape, ambas en Pernambuco; 5.000 pararon en Pecém, Ceará (nordeste). Todas son parte del faraónico “Programa de Aceleración del Crecimiento”; los trabajadores enfrentan a los grandes monopolios de la construcción –multinacionales o socios de multinacionales– que trabajan con contratos del anterior gobierno de Lula y ahora de Dilma.
“Modernización” explotadora
El neodesarrollismo lulista inició hace una década la carrera para transformar a Brasil en una “potencia emergente” con gigantescas obras de infraestructura, sin importar si era a costa de la entrega de palancas básicas de la economía a monopolios nacionales y extranjeros, ni si era a costa de “sojizar” un tercio del inmenso territorio brasileño para financiar con las exportaciones sojeras una “modernización” dependiente.
El desarrollo de la minería, la metalurgia y las cementeras requiere, entre otras cosas, mucha energía eléctrica. El complejo del río Madera contempla la construcción de cuatro represas hidroeléctricas, entre ellas las de Jirau y San Antonio ya comenzadas. El PAC, lanzado en 2007, supone inversiones descomunales: un total de 503.000 millones de dólares en cuatro años. El PAC 2, con señal de largada en 2010, duplica esa cifra: un billón de dólares.
Los casi 40.000 obreros de Jirau y San Antonio son explotados en formas comparables a las que padecían los mensúes de los yerbatales en 1930: en su mayoría venidos del norte y el nordeste, de familias campesinas oprimidas por los “fazendeiros” y “coroneles”, llegan a las obras, aisladas en medio de la selva, para cobrar un salario de 1.000 reales (unos 600 dólares), muchas veces engañados por los “gatos” (intermediarios) que les prometen buenos salarios y condiciones de trabajo y les cobran a los obreros por sus “servicios”. Cuando llegan a la obra ya tienen deudas, y deben comprar los alimentos y remedios en las tiendas de la empresa. Las jornadas de trabajo llegan a 12 horas. Duermen en barracas de madera, sin luz ni baños.
Las comunidades indígenas amazónicas denunciaron la destrucción del medio ambiente selvático. El pool empresarial de Jirau había desplazado la ubicación de la obra 9 kilómetros río abajo para reducir sus costos, sin la menor preocupación por el impacto ambiental.
A la plebeya
Periodistas que siguieron la revuelta de los peones dicen que la lucha es más por dignidad que por salario, para eliminar las cárceles privadas en que los castigan los vigilantes de la empresa, y reclamando que les paguen las largas horas de viaje hasta la obra y que no les resten las horas de comida del horario de descanso.
El Movimiento de Afectados por las Represas (Movimento de Atingidos por Barragens, MAB) y otros movimientos sociales de la región agrupados en la Alianza de los Ríos de la Amazonia, denuncian el trasfondo del tipo de “desarrollo” que trae tal “aceleración del crecimiento”: pueblos de 2.000 habitantes sin estructura para albergar a las 20.000 personas llegadas con las usinas; sin escuelas ni salas de salud suficientes. Por eso el eje del reclamo es “dignidad”.
Y por eso la rebelión de los peones de Jirau sorprendió al gobierno y a los empresarios y pasó por encima de los sindicatos colaboracionistas. “Es preocupante porque no sabemos cuál es el motivo. No hay líderes”, dijo Víctor Paranhos, presidente del consorcio empresarial de Jirau.
“En esas revueltas en Jirau no existe un líder para negociar una tregua”, se alarmó Paulo Pereira da Silva, de Força Sindical. “Tienen que volver a trabajar. Soy brasileño y quiero ver esa usina funcionando”, clamó un dirigente de la CUT, defendiendo al gobierno frente a los trabajadores.
Tras 10 días de huelga, el 5 de abril los obreros de San Antonio volvieron al trabajo. La asamblea aprobó un acuerdo entre la CUT y la empresa constructora Odebrecht: anticipo de 5% del aumento salarial a cuenta de la negociación final; aumento de la canasta básica alimentaria de 110 a 132 reales; y cinco días libres cada tres meses para visitar a las familias con derecho a pasaje en avión. En Jirau seguía la lucha.