La muerte o asesinato de Muammar Gadafy abre otra etapa en Libia, y probablemente en todo el norte de África y buena parte del Medio Oriente. Celebraron hipócritamente su desaparición los mismos que en la última década lo sostuvieron como pilar de sus negocios en África y de la estrategia imperialista llamada de “lucha antiterrorista”.
La muerte o asesinato de Muammar Gadafy abre otra etapa en Libia, y probablemente en todo el norte de África y buena parte del Medio Oriente. Celebraron hipócritamente su desaparición los mismos que en la última década lo sostuvieron como pilar de sus negocios en África y de la estrategia imperialista llamada de “lucha antiterrorista”.
Concluye el régimen que Gadafy encabezó durante más de 40 años a partir del golpe de Estado que lo llevó al poder en 1969. Termina tras la cruenta guerra civil iniciada en febrero con una gran rebelión popular –parte de la oleada de levantamientos antidictatoriales y democráticos de este año en casi todos los países árabes del norte de África y el Medio Oriente–, y en medio de una brutal intervención neocolonial armada de la OTAN y de las potencias imperialistas con disfraz “humanitario”: los matones de Cameron, Sarkozy, Berlusconi, Obama y Merkel y sus socios locales, con el acuerdo de última instancia de Beijing y Moscú, prácticamente han expropiado los objetivos del levantamiento e impuesto los propios en el nuevo régimen que se inicia.
Liberación o reparto
Los bombardeos genocidas de la OTAN sobre Trípoli o Sirte obviamente no tenían nada que ver con la “liberación” de Libia ni con asegurar la autodeterminación de esa nación.
La “Conferencia de apoyo a la nueva Libia” que sesionó en París el 1° de setiembre con la presencia de los países y organizaciones internacionales que se montaron en el levantamiento anti-Gadafy secundados por las bombas de la OTAN, legitimó como nuevo gobierno libio al Consejo Nacional de Transición (CNT, un rejunte de ministros gadafistas reconvertidos y dirigentes opositores ligados a los monopolios y gobiernos ahora victoriosos) y delineó la transición hacia un Estado pretendidamente democrático y constitucional. Ha- blaron de elecciones presidenciales en dos años, previo reparto –eso sí– entre los monopolios imperialistas y sus socios locales, de los principales rubros económicos del país: el petróleo y el gas, además del armamento y el negocio de la reconstrucción (edificios, calles, redes de agua, gas, energía eléctrica, transporte, agricultura, etc.).
Los jefes de la “transición” podrían premiar con preferencias petroleras a quienes ayudaron desde el principio a voltear a Gadafy. El Africom yanqui quiere hacer de Libia una apoyatura más del cerco estratégico con que Washington pretende –en el marco de la crisis mundial– resguardar su condición de superpotencia y vallar el ascenso hegemónico de China. A esos planes se integran también los procesos electorales condicionados de Túnez y Egipto, organizados por las juntas militares que sucedieron a las dictaduras proyanquis de esos países. Y todo junto puede contribuir a diluir la ola democrática que ya tocaba las playas de Bahrein, Qatar y Arabia Saudita, las tiranías petroleras que son desde hace décadas la espalda estratégica de Washington y Londres en la región.
Beijing fue un importante aliado del régimen de Gadafy: le compraba el 11% de su producción petrolera y tenía en Libia unos 50 proyectos de energía, telecomunicaciones e infraestructura por unos 19.000 millones de dólares en los que trabajaban 35.000 obreros chinos, evacuados al iniciarse la rebelión en febrero. En las últimas semanas cambió su discurso, y reclama ahora participar en la reconstrucción –y el reparto– del país africano.
Lo que vendrá
Algunos seguidores del nacionalismo burgués compararon a Gadafy con Omar Al-Mukhtar, el patriota libio que desde 1912 organizó y lideró, durante casi veinte años, la resistencia popular contra la ocupación italiana hasta que los italianos lo capturaron y colgaron en 1931. Nada que ver.
Lo que cae con Gadafy es un régimen tiránico que, ya muy lejos de los objetivos nacionalistas y antiimperialistas que lo inspiraron en sus inicios, terminó subordinado al socialimperialismo soviético en los ’70 y socio de diversos monopolios y gobiernos europeos y de China en las últimas décadas.
Capturado vivo, había intereses que evidentemente se sentían más cómodos con su silencio que con un juicio en el que Gadafy podría revelar vínculos inconvenientes.
El inglés Cameron y el yanqui Bush no sólo armaron y entrenaron en años recientes a brigadas de élite libias como la Jamis, comandada por uno de los hijos de Gadafy, sino que retribuyeron sus servicios secuestrando y entregando a la cárcel y la tortura a opositores al régimen opresivo que Gadafy impuso durante cuatro décadas.
El pueblo libio emerge de la lucha profundamente dividido por líneas políticas, sociales, religiosas y tribales. En esta nueva etapa necesita reconstruir no sólo su golpeada economía, sino la unidad popular erosionada por la injerencia imperialista, por facciones sectarias del fundamentalismo islámico y por la probable resistencia de los sectores del pueblo que apoyaban a Gadafy; deberá impedir que el nuevo gobierno sea convertido en tributario de los imperialistas yanquis, ingleses, franceses, chinos y otros que tratan de poner el pie sobre el petróleo y demás riquezas de Libia.
Si logra esto podrá, recogiendo el espíritu de las grandiosas rebeliones populares de Egipto y Túnez y de otros pueblos árabes, asegurar su independencia y autodeterminación nacional y la soberanía sobre sus recursos.