Nacido en Pergamino, provincia de Buenos Aires, hace 84 años, fue adoptado por los tucumanos en agradecida respuesta a la forma de amar su luna y sus caminos durante largos años.
Recorrió el país primero, siguiendo los itinerarios ferroviarios de su padre, luego caminó América para aprender de ella la herencia de los abuelos antiguos y así nutrir su alma de poeta y cantarle a su pueblo.
Europa, comenzando por Francia, se le abrió azorada ante sus “coplas errantes” justo en tiempos de dolores y luchas. Ayudó junto a solidarios amigos a los que corrían el peligro de perderlo todo. Percibió en carne propia el dolor de ser negado. Pero siguió siendo hombre de la tierra, de su tierra. Aún cuando París fue el ámbito de trabajo durante largos años, su familia, sus querencias siguieron siendo El Cerro Colorado, el porteño barrio de San Benito de Palermo.
Llegó silenciosamente cada año, retornó a los compromisos laborales cada temporada. Y continúa haciéndolo. España, Europa reconoce el él al músico argentino por excelencia. América toda, y hasta Japón reclaman periódicamente su palabra y su música. Aún hoy, y en Buenos Aires, esa voz que “viene desde lejos para contar” (que eso nada menos quiere decir Atahualpa en quechua), se acerca a nuestros corazones cada sábado a través de Radio Nacional.
La Capataza no pretende ser una antología, tampoco una selección de poesía y textos sobre “un asunto” (si bien los asuntos de Don Ata son los del hombre herido por la llama de ese misterio que es el arte). En este libro hay sí, una unidad-eje que lo articula y le da fuerza: la del poeta recuperando historias, interpretando la natural armonía de nuestros paisajes, el dolor de las injustas conquistas a las que fueron sometidos los pueblos de América.
Josefina Racedo, Prologo La capataza, abril de 1992
Si bien Atahualpa heredó de sus mayores los dones fundadores de la paisanidad, la vida entre sus pares completó al hombre total. Codo a codo con seres anónimos y silenciosos, uno más. Uno más en el esfuerzo del trabajo y la penuria; en manos tajeadas, en rostros adustos; en el cansancio bruto que derriba los cuerpos en un sueño parecido a la muerte. Así se gestó el canto de Atahualpa. Con el país adentro. Por eso es verdad. Una luz que brilla con la intensidad de un faro en el vasto friso de la música clásica, donde la concepción estética del creador procesa sí, los aportes de la cultura del medio y de su tiempo; pero a la vez otorga una mayor libertad expresiva y técnica, una libertad que incluso a veces puede ser transgresora.
Suma Paz, en revista La Marea N°30