Leon Gieco cantaba “Como la cigarra” de María Elena Walsh en la Peña del Encuentro Nacional de Mujeres en Misiones; se escuchaba su voz: “Tantas veces te mataron, tantas resucitaras (…) y a la hora del naufragio, y de la oscuridad, alguien te rescatará, para ir cantando”. Al lado mío, parada en segunda fila del público estremecido, estaba C. Podría desarrollar teorías de superstición e imantería si me dedicara a eso, porque ese encuentro fugaz fue de esos que nos dejan pensando.
Leon Gieco cantaba “Como la cigarra” de María Elena Walsh en la Peña del Encuentro Nacional de Mujeres en Misiones; se escuchaba su voz: “Tantas veces te mataron, tantas resucitaras (…) y a la hora del naufragio, y de la oscuridad, alguien te rescatará, para ir cantando”. Al lado mío, parada en segunda fila del público estremecido, estaba C. Podría desarrollar teorías de superstición e imantería si me dedicara a eso, porque ese encuentro fugaz fue de esos que nos dejan pensando.
Conocí a C en un encuentro de estudiantes de Trabajo Social realizado en Santa Fe hace unos veinte días. Las dos fuimos invitadas al panel de género. Yo hablé de las luchas de las mujeres en Jujuy, de diez años a esta parte, pensando en voz alta. Pero C contó su vida, su vida en primera persona, tan herida… y yo escuchaba a Leon Gieco tres semanas después y me preguntaba cómo esa canción atravesaba a C. No sé si la atravesó, pero me atravesaba a mí uniéndola a su historia y me conmovía tenerla al lado en medio de miles de mujeres estallando de emoción.
C se escapó hace diez años de su casa en Rosario, huyendo del abuso que padecía de su padrastro. Por esas cosas de la vida, le llegó la propuesta de cuidar a los niños de una mujer, en una ciudad portuaria del sur que es famosa por la prostitución. Si ella no resolvía un trabajo y no se iba, su madre la volvería a llevar a su casa, donde estaba su abusador.
Viajó. Primero cuidó a los niños, después llegó el cuento tan repetido: “Tenés que pagarle a mi marido todo lo que gastó para traerte hasta acá”. La forma de pagarle era poner su cuerpo como mercancía en el prostíbulo. C se negaba. Allí llegó el ablande: golpes con cintos y hebillas que la dejaban marcada. C decía que no. Y una noche, los cintos cambiaron por tres hombres que la violaron. C accedió a realizar el trabajo esclavo de la prostitución. “Si hablás con los clientes, después nos enteraremos”, le decía. A ella la hicieron participar de un incendio a un cliente que había sido responsable de un allanamiento. C tuvo que pensar mucho hasta animarse a contarle a alguien. Una vez le cortaron con tijera la pierna, y comenzó a infectarse la herida. Ese alguien se enamoró, le pagaba el “pase” y no le exigía nada, le decía que descanse. Le dijo que él la sacaría de allí. Que luego ella intentara vivir con él tres meses, y si quería se quedaba, si no se iba. Ella prometió.
Un día soplaron que iban a realizar el allanamiento. El dueño sacó a todas las mujeres, y se llevó a C a su casa, para violarla. “Hoy no trabajás, vení conmigo”, le dijo. Mientras la violaba llegó la policía. Lo pusieron a su violador en el piso, y frente a él le preguntaban a C porqué estaba allí. Ella no se animaba a contestar delante de él. Una policía le levantó el pantalón, vio la herida, y dijo: “es ella”. C fue rescatada de las redes de trata. Su madre la buscó. Y ella decidió cumplir su promesa: se fue con quien la salvó. Pero la vida se hizo complicada, él ya no le dejaba comunicarse con su familia, así que ella inventó que su madre estaba enferma, que debería ir a cuidarla, y se escapó otra vez para no volver.
Le contó a su madre el abuso que padeció del padrastro. Pero ella le atribuyó romper la familia. El volvió a la casa mientras estaba ella, con pedidos de perdón mediante, y le decía que se irían a vivir juntos en cualquier momento. Ella volvió a irse, quebrada por la reacción de su madre frente al relato de lo que padeció en esa casa.
Cuando ella se fue, él también abandonó la casa. Y se perdieron los pasos, aunque C guarda deseos de encontrarlo y hacerle pagar algo de tanto daño.
Años después, a C le llega una citación para un “careo” judicial con uno de sus captores. Antes de la fecha, van a su casa a amenazarla, a decirle que si no cambia su relato dejando a salvo a determinadas personas, va a desaparecer su hermano, que saben donde vive, donde trabaja, su mamá, etc. etc. C accede por supervivencia a cambiar la declaración, dejando a salvo a la dueña del prostíbulo, causa que sigue abierta.
C tuvo después una pareja y dos hijas. Su pareja la sometió a más violencia. Se separó. Se perdió en el alcohol y la droga. Pero tanta tragedia tenía que tener un corte. Se incorporó a la Juventud de la CCC (Corriente Clasista y Combativa) y consiguió trabajo, y un pequeño terreno. Allí planifica la construcción de su casa y recuperar a sus hijas; ya hizo un acuerdo con el padre de la niñas en ese sentido.
C lloraba cuando contaba su vida. Llorábamos todos. Y a pesar de reincidir una y otra vez en la oscuridad, al final, sin redondeces, había un poco de luminosidad.
El público del panel de género comenzó a aplaudir sordamente. El aplauso no paraba. Y es que no alcanzaba. Desde el fondo vi pararse fila por fila a los estudiantes de trabajo social, en una especie de homenaje a C. No sé cuánto estuvimos aplaudiendo todos de pie, ni cuánta lágrima nos mojó a todos, pero el relato de C fue una bomba de profundidad.
Seguí pensando en ella, contándole a varios su historia, la conmoción me duró siempre.
Y en Misiones, frente a Leon Gieco, pensé profundamente en ella con esa canción. Porque C es una destinataria más de esa poesía de María Elena.
Cuando terminó León su recital la perdí. Y a la salida, la volví a cruzar. Me permitió escribir esta nota, aunque no la leyó aún. Y la esperamos en Jujuy, porque su vida es la de cientos de jóvenes que como Marita Verón nos exigen dar una batalla más. Una batalla que el movimiento de mujeres está dando, buscando las formas, como en toda lucha, y que no cesará. Para liberar a las víctimas de trata, para que no haya una víctima más: por C, por Marita Verón, por todas.