Los capitalistas se reparten el mundo, no debido a una particular perversidad, sino porque el grado de concentración a que se ha llegado los obliga a seguir ese camino para obtener beneficios; y se lo reparten “proporcionalmente al capital”, “proporcionalmente a la fuerza”, porque no puede existir otro método de división bajo la producción mercantil y el capitalismo. Pero la fuerza varía según el grado de desarrollo económico y político; para poder comprender lo que está aconteciendo, es necesario saber qué problemas han quedado resueltos con el cambio en las fuerzas. Si dichos cambios son “puramente” económicos o no económicos (por ejemplo, militares), es un problema secundario que de ningún modo puede influir en la concepción fundamental sobre el último período del capitalismo. Reemplazar el contenido de la lucha y los acuerdos entre las asociaciones capitalistas por el problema de la forma de esa lucha y esos acuerdos (hoy pacífica, mañana bélica, pasado mañana otra vez bélica) significa descender al papel de sofista.
La época de la última etapa del capitalismo nos muestra que entre las asociaciones capitalistas han surgido determinadas relaciones sobre la base de la división económica del mundo, mientras que paralelo y vinculado a ello, surgen determinadas relaciones entre las asociaciones políticas, entre los estados, sobre la base de la división territorial del mundo, de la lucha por las colonias, de la ”lucha por esferas de influencia”.
VI. El reparto del mundo entre las grandes potencias
Como ni en Asia ni en América hay tierras desocupadas, es decir, que no pertenezcan a ningún Estado, hay que decir que el rasgo característico del período que nos ocupa es el reparto definitivo de la Tierra, definitivo no en el sentido de que sea imposible repartirla de nuevo –al contrario, nuevos repartos son posibles e inevitables–, sino en el de que la política colonial de los países capitalistas ha terminado ya la conquista de todas las tierras no ocupadas que había en nuestro planeta. Por vez primera, el mundo se encuentra ya repartido, de modo que lo que en adelante puede efectuarse son únicamente nuevos repartos, es decir, el paso de territorios de un “amo” a otro, y no el paso de un territorio sin amo a un “dueño”.
Vivimos, por consiguiente, en una época singular de la política colonial del mundo que se halla íntimamente relacionada con la “novísima fase de desarrollo del capitalismo”, con el capital financiero.
El capital financiero es una fuerza tan considerable, por decirlo así tan decisiva en todas las relaciones económicas e internacionales, que es capaz de subordinar, y en efecto subordina, incluso a los Estados que gozan de una independencia política completa. Para el capital financiero la subordinación más beneficiosa y más “cómoda” es aquella que trae aparejada consigo la pérdida de la independencia política de los países y de los pueblos sometidos. Los países semicoloniales son típicos, en este sentido, como “caso intermedio”. Se comprende, pues, que la lucha por esos países semidependientes haya tenido que exacerbarse particularmente en la época del capital financiero, cuando el resto del mundo se hallaba ya repartido.
La política colonial y el imperialismo existían ya antes de la fase actual del capitalismo y aun antes del capitalismo. Roma, basada en la esclavitud, llevó a cabo una política colonial y realizó el imperialismo. Pero los razonamientos “generales” sobre el imperialismo, que olvidan o relegan a segundo término la diferencia radical de las formaciones económico–sociales, se convierten inevitablemente en banalidades vacuas o en fanfarronadas, tales como la de comparar “la Gran Roma con la Gran Bretaña”. Incluso la política colonial capitalista de las fases anteriores del capitalismo se diferencia esencialmente de la política colonial del capital financiero.
La particularidad fundamental del capitalismo moderno consiste en la dominación de las asociaciones monopolistas de los grandes empresarios. Dichos monopolios adquieren la máxima solidez cuando reúnen en sus manos todas las fuentes de materias primas, y ya hemos visto con qué furor los grupos internacionales de capitalistas dirigen sus esfuerzos a arrebatar al adversario toda posibilidad de competencia, a acaparar, por ejemplo, las tierras que contienen mineral de hierro, los yacimientos de petróleo, etc.
Claro que los reformistas burgueses, y entre ellos los kautskianos actuales sobre todo, intentan atenuar la importancia de esos hechos, indicando que las materias primas “podrían ser” adquiridas en el mercado libre sin una política colonial “cara y peligrosa”, que la oferta de materias primas “podría ser” aumentada en proporciones gigantescas con el “simple” mejoramiento de las condiciones de la agricultura en general. Pero esas indicaciones se convierten en una apología del imperialismo, en el embellecimiento del mismo, pues se fundan en el olvido de la particularidad principal del capitalismo moderno: los monopolios. El mercado libre pasa cada vez más al dominio de la historia, los sindicatos y trusts monopolistas van reduciéndolo de día en día, y el “simple” mejoramiento de las condiciones de la agricultura se reduce al mejoramiento de la situación de las masas, a la elevación de los salarios y a la disminución de los beneficios. ¿Dónde existen, como no sea en la fantasía de los reformistas dulzones, trusts capaces de preocuparse de la situación de las masas y no de la conquista de colonias?
Puesto que hablamos de la política colonial de la época del imperialismo capitalista, es necesario hacer notar que el capital financiero y la política internacional correspondiente, la cual se reduce a la lucha de las grandes potencias por el reparto económico y político del mundo, crean toda una serie de formas de transición de dependencia estatal. Para esta época son típicos no solo los dos grupos fundamentales de países: los que poseen colonias y los países coloniales, sino también las formas variadas de países dependientes políticamente independientes, desde un punto de vista formal, pero, en realidad, envueltos por las redes de la dependencia financiera y diplomática. Una de estas formas, la semicolonia, la hemos indicado ya antes. Modelo de otra forma es, por ejemplo, la Argentina.
Según Schilder, los capitales invertidos por Inglaterra en la Argentina, de acuerdo con los datos suministrados por el cónsul austro-húngaro en Buenos Aires, fueron, en 1909, de 8.750 millones de francos. No es difícil imaginarse qué fuerte lazo se establece entre el capital financiero –y su fiel “amigo”, la diplomacia– de Inglaterra y la burguesía argentina, los círculos dirigentes de toda su vida económica y política.
El ejemplo de Portugal nos muestra una forma un poco distinta de dependencia financiera y diplomática bajo la independencia política. Portugal es un Estado independiente, soberano, pero en realidad, durante más de doscientos años, desde la época de la guerra de sucesión de España (1701–1714), se halla bajo el protectorado de Inglaterra. Inglaterra lo defendió y defendió las posesiones coloniales del mismo para reforzar su propia posición en la lucha con sus adversarios: España y Francia. Inglaterra obtuvo en compensación ventajas comerciales, mejores condiciones para la exportación de mercancías y, sobre todo, para la exportación de capitales a Portugal y sus colonias, la posibilidad de utilizar los puertos y las islas de Portugal, sus cables, etc., etc. Este género de relaciones entre algunos grandes y pequeños Estados ha existido siempre, pero en la época del imperialismo capitalista se convierte en sistema general, entran a formar parte del conjunto de relaciones que rigen el “reparto del mundo”, pasan a ser eslabones en la cadena de las operaciones del capital financiero mundial.
Hoy N° 1923 27/07/2022