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18 de January de 2012


Antinomias en nuestra historia

Hoy 1402 / Liberales versus revisionistas rosistas

Desde mediados del siglo 19 en adelante, y como parte del proceso de unificación nacional bajo su dirección, la historia oficial construida post-Caseros por el ala liberal de la oligarquía (Bartolomé Mitre y Vicente F. López, entre otros) se basó en la antinomia entre esos sectores “ilustrados” –“la oligarquía brillante y gloriosa”, de López–, y los caudillos del interior, símbolos del atraso y la “barbarie” que implicaban un freno a la consolidación estatal y el progreso del país.
Contra este relato de “la historia oficial”, desde el propio seno de las clases dominantes surgieron voces disidentes, en la gama que va desde Alberdi a José Hernández, hasta llegar a principios del siglo 20 a la obra mayor de Adolfo Saldías (Historia de la Confederación Argentina). Pero recién con la crisis de 1930 surge el revisionismo definidamente rosista, que coloca a los caudillos federales, y en particular a la figura de Rosas (al que aquellos obedecían “como fieras avasalladas por el domador”, al decir de Carlos Ibarguren), en el lugar de auténticos representantes de los intereses del pueblo, supuestos defensores de la nación frente a la dominación extranjera. Con esa premisa, tanto el revisionismo de vertiente más conservadora de los años ‘30, que tendía a identificar la causa nacional con la política de elites ultramontanas (lo que llevó a muchos a la reivindicación del uriburismo), hasta el revisionismo más de izquierda de los ‘50 y ‘60, identificó en los caudillos federales la acción del pueblo, oponiendo a la historia de los grandes héroes de la oligarquía dominante una historia donde las masas y sus intereses de clase están igualmente ausentes y sólo hallan expresión de la mano de alguna fracción de la oligarquía. José María Rosa expresó esto: “eran los jefes. Sentían e interpretaban a la comunidad, y puede decirse que la comunidad gobernaba a través de ellos. Eran ‘aristócratas’, como los he llamado, con protesta de quienes no leyeron a Aristóteles y no saben dar a la palabra su acepción correcta: porque un aristócrata es un auténtico representante del pueblo; sólo se da la aristocracia en función del pueblo gobernado.” (Rivadavia y el imperialismo financiero).
Lejos de los actuales mitos de algunos intelectuales kirchneristas alrededor del revisionismo rosista como un antecedente progresista dentro de la historiografía nacional, lo cierto es que el mismo surgió en la década infame impulsado por sectores de la propia oligarquía –como el uriburista Carlos Ibarguren– que por su misma pertenencia de clase no podía plantear una revisión progresista de la historia liberal mitrista. Y como para muestra basta un botón, veamos la reivindicación que esta corriente hacía sobre Rosas: “su acción pública se aplica enérgicamente para defender el orden y la disciplina. Representa en nuestro pasado la encarnación más eficaz y potente del espíritu realista y conservador (…) Fiel a su visión medioeval y reaccionaria, consecuente con las convicciones que siempre mantuvo, fue el brazo irresistible de la reacción conservadora (…) ¡Odio eterno a los tumultos! ¡Amor al orden! ¡Obediencia a la autoridad!”
Revisionista rosista se hizo un sector de la oligarquía que, en el marco de la crisis económica mundial de los años ‘30, el auge del fascismo en Europa y la oposición al yrigoyenismo en el gobierno, estimulada por la disputa en el país entre el imperialismo inglés y el alemán, fue desarrollando un nacionalismo fuertemente conservador, viendo en el general Uriburu la figura capaz de imponer orden y tradición. Por eso, muchos de estos primeros pro-rosistas fueron firmes partidarios del fascismo y el nazismo, como el Dr. Manuel Fresco, propietario del diario Cabildo –filo germánico–, gobernador conservador de la provincia de Buenos Aires, que envió al propio Hitler de regalo un facón con la figura de Rosas grabada.
Al mismo tiempo, en el marco del Pacto Roca-Runcimann promovido más tarde por Justo, un sector de la oligarquía que se vio desplazado por la reducción de sus cuotas de exportación frente al acuerdo con Inglaterra –como los hermanos Irazusta, de familia ganadera de Gualeguaychú–, apeló a un nacionalismo conservador buscando en la historia el “momento” anticolonialista (en particular antiinglés) de sectores de las clases dominantes y sus héroes, embelleciendo así la política de sectores reaccionarios de la oligarquía ganadera bonaerense. Así fue que nació la obra fundacional del mito de un Rosas antiimperialista: La Argentina y el imperialismo británico.
Si bien en los ‘40, ‘50 y ‘60 surgieron sectores de izquierda dentro del revisionismo, la mayoría mantuvo la matriz de un Rosas “representante de los intereses nacionales”. Y, en el caso de Abelardo Ramos, “avanzó” hacia la reivindicación de un Roca “nacional”.
Siendo importante conocer y estudiar las expresiones disidentes con las versiones oficiales tanto de los unitarios como de los federales, muchas de ellas con rasgos democráticos en uno u otro caso –tanto antes como después de 1852–, lo cierto es que en ningún momento, en ninguna de estas dos vertientes en los sectores hegemónicos de las clases dominantes predominó el impulso de una política tendiente a realizar las tareas propias de la revolución democrática burguesa, que permitiera un desarrollo autónomo del país.
Si hacia la década del ‘80 del siglo 19 (momento en que termina imponiéndose el Estado centralizado) Argentina emerge como país claramente dependiente comercial, financiera y diplomáticamente de una Europa (principalmente de Inglaterra) en pleno desarrollo hacia el capitalismo imperialista, esto de ninguna manera se gestó “en un acto” –la batalla de Caseros–, y de ninguna manera puede equipararse a Rosas con la burguesía del Norte industrialista de los Estados Unidos, como hacen Cristina Fernández y su mentor Pacho O’Donnell.