¿Qué es la cultura? ¿Para qué sirve? ¿Está al alcance de todos? ¿Quiénes pueden crear y quiénes pueden disfrutarla? ¿Cuánto vale? Una publicación del gobierno con motivo del Bicentenario nos ofrece algunas pistas para tener en cuenta.
¿Qué es la cultura? ¿Para qué sirve? ¿Está al alcance de todos? ¿Quiénes pueden crear y quiénes pueden disfrutarla? ¿Cuánto vale? Una publicación del gobierno con motivo del Bicentenario nos ofrece algunas pistas para tener en cuenta.
A fines de 2010, la Secretaría de Cultura nacional presentó el libro Valor y símbolo, dos siglos de industrias culturales, que da definiciones sobre la política cultural del gobierno y estadísticas de los últimos años. El secretario de Cultura Jorge Coscia señala allí que “las políticas de Estado son las únicas que valen la pena”, y exalta el fomento de las industrias culturales como iniciativa original del gobierno porque son “un espacio donde productores y artistas podrán encontrarse con las principales empresas de industrias culturales del mundo y abrir oportunidades de negocios”. Entusiasmado, contabiliza que “este sector de la economía nacional genera cerca de 11.000 millones de pesos al año (…). Y a partir del 2003, cuando empieza la expansión de la economía, la cultura acompañó con un ritmo mucho más acelerado que el crecimiento general de la economía: mientras que ésta creció un 8% anual, la cultura lo hizo entre un 18 y 19% anual en promedio”. Agrega que “en 2009 la producción de bienes y servicios culturales alcanzó el 3,5% del PBI nacional”. Desde luego, para Coscia la cultura no implica sólo ingresos económicos, también genera consensos, y “compromete a la defensa de la nación” cuando “nos reconocemos en nuestra identidad plural y en nuestra diversidad federal”.
Este crecimiento económico en el área cultural a partir del impulso a las industrias culturales, alienta expectativas acerca de beneficios económicos individuales y colectivos, y en los estímulos que este crecimiento produciría para el desarrollo de una cultura más popular y más nacional. Las afirmaciones del libro resultan tan impactantes y engañosas como trucos de magia. Veamos cuáles son.
“Valor y símbolo, dos siglos de industrias culturales”
Primer pase mágico: ¿200 años de industrias culturales? Rodolfo Hamawi, director Nacional de Industrias culturales y responsable de este libro, explica la formulación aclarando que si bien el concepto de industria cultural fue generado por Theodor Adorno y Max Horkheimer a mediados del siglo XX para dar cuenta del carácter estandarizado y mercantilizado de la cultura de masas, es sin embargo un concepto aplicable a cualquier etapa histórica. Para Hamawi, el intercambio simbólico y el desarrollo de tecnologías, bienes y servicios están tan imbricados, que esta visión estratégica de una cultura masiva puede encontrarse en Argentina ya desde 1810. Es decir que los bienes culturales (en su doble carácter de valor económico y simbólico) de distintas épocas pueden ser equiparables. Por ejemplo la reproducción masiva de textos impresos en 1810 con la de 2010. La imprenta sería una de las primeras industrias culturales, de modo que la producción y difusión de ideas e información durante la etapa precapitalista de la revolución anticolonial de independencia, sería comparable con la etapa imperialista, en la que predomina una vuelta a la primarización exportadora de la economía y la dependencia al capital extranjero.
Así, se confunde todo. Desaparecen las diferencias y particularidades entre estas dos etapas argentinas, así como entre la Argentina y las grandes potencias. A la vez que desaparece el carácter histórico de la industria como rasgo inherente al modo de producción capitalista y a las relaciones sociales asalariadas. También se diluye el origen de las industrias culturales en la etapa imperialista, como industria masiva del capitalismo monopólico, una cultura rentable como productora de bienes culturales tangibles (películas, libros, etc.), una cultura de mercado regida por los mecanismos intrínsecos del capitalismo, cuya producción es social y su apropiación privada. Se borran las diferencias entre países imperialistas y dependientes o coloniales, los factores que hacen al dominio de las potencias imperialistas, y la asociación de las clases dominantes locales con el imperialismo.
El libro se propone dar un “panorama heterodoxo de las industrias culturales en la Argentina” y resaltar el “valor agregado-intensivo” de la producción cultural tanto como “las auspiciosas perspectivas que de ellos se deducen”. Según Hamawi, la producción de las industrias culturales “es circulación masiva de cultura en movimiento”. En un nuevo pase mágico, desaparecen los dueños de las industrias y por tanto la diferencia entre éstos y los asalariados, característica fundamental de una sociedad capitalista. Si estas industrias culturales constituyen un sector económico “que genera empleo, que compra insumos y maquinaria, que exporta e importa su producción”, ¿quién posee los medios de producción; quién se queda con la ganancia? ¿Cuál es el acervo cultural que promueve? ¿Qué sucede con quienes carecen de capital para invertir, pero tienen propuestas y proyectos culturales?, por ejemplo artistas e intelectuales independientes, comunidades indígenas, grupos culturales alternativos y experimentales, estudiantiles, obreros, etc. ¿Qué pasa si, aun teniendo capital, no logran recuperar el costo de inversión, si no logran la masividad que garantiza mantener el negocio y pagar los gastos de producción? Aquí, tras el término industria cultural se iguala a las grandes empresas monopólicas con los pequeños emprendimientos culturales comerciales, e incluso con aquellos miles que hacen cultura sin fines lucrativos.
¿Qué significa abrir al resto del mundo?
Hamawi se anticipa a preguntas posibles, pero señala lo visible del fenómeno ocultando su esencia. Dice: “un tema para nada menor es quiénes producen qué, dónde y para quién. Tal como se verá en este libro, en la Argentina y en el mundo, este sector se caracteriza por una amplia concentración económica y geográfica, lo cual amenaza la libre creación y circulación de bienes y servicios culturales, la protección de la diversidad cultural y el acceso ciudadano a múltiples y diversas voces. El desafío desde el Estado es, entonces, abrir al resto del mundo las industrias culturales argentinas y sostener los sectores más débiles, fortalecer el vínculo entre innovación tecnológica y condiciones materiales de reproducción, pero siempre fortaleciendo nuestra creatividad e identidad, así como los hábitos de apropiación democrática de la cultura en el público”.
Si la concentración amenaza la libre creación ¿abrirnos al resto del mundo nos libra de ese peso? ¿La protección a la diversidad cultural expuesta de puertas afuera revaloriza nuestro pluriculturalismo o lo diluye? ¿Qué significa “abrir al resto del mundo”? ¿Qué Estado es el que representa nuestra cultura, según quien gobierne y quién decida? ¿Dónde y quiénes discuten quién produce cultura, qué cultura y para quién? Se oculta que las empresas no son sociedades benefactoras sin fines de lucro; que “abrirse” al resto del mundo es someternos a las demandas y gustos de los capitales extranjeros, que obligan a adecuar los contenidos y formatos a las exigencias de sus mercados. Nada novedoso para la cultura argentina.
Se oculta que los intereses económicos que deciden qué cultura y para qué, no son los de los artistas, intelectuales o promotores culturales sin capital suficiente para sostener su emprendimiento, y que para cumplir sus objetivos deben recurrir al auspicio económico de empresas y bancos extranjeros, y al mismo Estado. Y que el Estado no es un ente neutral, representa los intereses de la oligarquía terrateniente y la burguesía intermediaria asociadas al capital extranjero. Así se vanaglorian del multiculturalismo que promueven en un festival artístico cuyo negocio de publicidad y merchandising está en manos de empresas monopólicas extranjeras.
La mayoría de los artistas y trabajadores de la cultura sobreviven con las migajas que dejan esas empresas, que les imponen la “tercerización” mientras favorecen a nuevos grupos económicos que hacen negocios con la cultura (muchos, de amigos de los K). Estas industrias culturales –editoriales, discográficas, cinematográficas, del espectáculo, galerías de arte, etc.– explotan mano de obra barata, ilusionando con posibilidades de difusión y fama que chocarán con la falta de presupuesto, con los límites de la publicidad, con la competencia y la banalización de la obra de arte como justificativo para el acceso masivo, etc.
Se proclaman un arte y una cultura democráticos, pero silenciosamente quedan atados a los designios de las ganancias, a las ventas de entradas anticipadas realizadas por los mismos artistas, buscando habilitaciones y beneficios que otorgue algún funcionario. Cuando un artista independiente sortea estos obstáculos y llega a la difusión masiva, que garantiza ingresos, inicia una nueva etapa de exigencias. Para mantenerse debe producir anualmente uno o más libros, discos, películas, espectáculos, reproduciendo en general una fórmula exitosa, para poder mantenerse el mercado cultural.