La chispa de Túnez se convirtió en tromba en Egipto. Como arrastrados por una mano invisible y poderosa, millones de egipcios –principalmente jóvenes– ganaron las calles contra la dictadura apenas disfrazada de Hosni Mubarak, empotrado en el poder con respaldo yanqui desde hace tres décadas.
La chispa de Túnez se convirtió en tromba en Egipto. Como arrastrados por una mano invisible y poderosa, millones de egipcios –principalmente jóvenes– ganaron las calles contra la dictadura apenas disfrazada de Hosni Mubarak, empotrado en el poder con respaldo yanqui desde hace tres décadas.
El “Viernes de la ira y de la libertad” (el 28 de enero) la ira popular estremeció al régimen de Mubarak. Los días siguientes mostraron las calles de El Cairo sembradas de autos incendiados, cascotes y balas de goma, huellas de los intensos combates callejeros, bien conocidas para nosotros desde nuestro Argentinazo. Cientos de miles desafiaron el toque de queda, se apropiaron días y noches enteras de la Plaza Tahrir (“Liberación”, equivalente en significación a nuestra Plaza de Mayo) y corearon su grito de combate: “¡Fuera Mubarak!”.
Al cierre de esta edición de hoy el nucleamiento juvenil que estuvo en la avanzada de la lucha –el “Movimiento 6 de abril”– convocaba a una manifestación gigantesca el martes 1º de febrero para alcanzar ese objetivo central.
En la ciudad militarizada las manifestaciones, masivas en muchos barrios de El Cairo y en ciudades como Suez, Ismailía y Alejandría, habían dejado un saldo de 150 muertos y miles de heridos y detenidos. Pero la represión brutal no acalló la rebeldía. Más bien la atizó.
Impulsada por la rebelión que días antes había volteado en Túnez al dictador Ben Ali, la gran oleada que recorre los países de todo el norte africano, la península arábiga y el Medio Oriente –y que adquiere mayor impulso con la pueblada egipcia– evoca la de los años ’60, cuando el movimiento nacional de los pueblos árabes hacía de esa región una de las “zonas calientes” de la lucha revolucionaria y antiimperialista en el escenario mundial.
La gran Intifada
La rebelión había estallado el lunes 24, protagonizada –como la de Túnez en las semanas anteriores– por una generación juvenil acosada por la falta de trabajo y de futuro, y mayoritariamente independiente de los partidos y de los dirigentes burgueses y de las corrientes fundamentalistas del islamismo. El viernes, principalmente a través de “redes sociales” como Facebook y Twitter (la prensa está controlada férreamente por el régimen) miles de jóvenes con barbijos apedrearon los hidrantes y enfrentaron los gases y los balazos de la represión policial con barricadas, piedras y palos, y poniendo fuego a patrulleros, comisarías, edificios del gobierno y a la sede del partido oficialista: una intifada masiva que tiene al borde del precipicio a ese gobierno dictatorial y corrupto, socio de Washington y de los fascistas israelíes en el corazón del Medio Oriente.
En un vano intento de impedir que los jóvenes pudieran comunicarse entre sí a través de redes sociales, el régimen de Mubarak cortó las comunicaciones por Internet y por la telefonía celular.
Mubarak decretó el toque de queda. Más tarde, ante la insuficiencia de esa medida, hizo renunciar a todos sus ministros y prometió reformas “democráticas”. Pero más allá de las promesas, desplazó a El Cairo una fuerza de “operaciones especiales” y trató malamente de enmascarar su política represiva designando por primera vez un vicepresidente –en previsión de un posible recambio forzado por la rebelión– que fue durante una década nada menos que el jefe de inteligencia (es decir del espionaje interno) del mismo Mubarak.
La chispa tunecina incendió la pradera
La furia popular tiene como base la misma conjunción de factores que se reconoce en las movilizaciones que se multiplican en toda la región: superexplotación laboral, carestía, desempleo juvenil, entrega de los recursos nacionales a los monopolios imperialistas, polarización social, represión, corrupción y nepotismo (designación de familiares como funcionarios y “herederos”).
Egipto tiene unos 82 millones de habitantes: más del 60% tienen menos de 30 años, y a ese grupo pertenece el 90% de los desocupados. El 40% de la población vive con menos de 2 dólares por día. Y sobre este escenario se erigen las pretensiones faraónicas de Mubarak, que se apoderó del gobierno tras el asesinato del presidente Anwar Sadat en 1981 y que, a sus 82 años, trataba de posicionar como “heredero” a su hijo Gamal.
La pueblada tunecina del 14 de enero desató en la gente la esperanza y la posibilidad de voltear esa dictadura de hecho. Decenas de miles corearon levantando el puño “¡Uno, dos, tres, Mubarak ya se va!”, al tiempo que arrancaban furiosamente las innumerables gigantografías de Mubarak montadas en los edificios.
La firmeza de los jóvenes al enfrentar la represión unió al pueblo y abrió fisuras en las fuerzas represivas: se vio a militares confraternizando desde sus blindados y camiones con los manifestantes. Es muy probable que esa firmeza haya hecho también resurgir la histórica corriente del nacionalismo militar egipcio, forjada en la lucha de los años ’50 contra el colonialismo británico.
Quieren ensillar el movimiento
Mohamed El–Baradei, ex director del organismo de control nuclear de la ONU, volvió raudamente a El Cairo desde su residencia europea para montarse en la pueblada y postularse como rival presidencial de Mubarak en las próximas elecciones de setiembre. Sólo cuando el movimiento se hizo incontenible se sumó al reclamo del alejamiento de Mubarak. El gobierno lo puso bajo arresto domiciliario y luego sectores del ejército le dieron “luz verde” para seguir actuando. Parece ser una de las cartas que los yanquis barajan para asegurarse lo que llaman “una transición ordenada” (es decir que no altere esencialmente la gravitación de Washington en Medio Oriente).
Efectivamente: si finalmente no cuaja la maniobra de Mubarak de garantizar la “sucesión” de un hombre de su confianza (Omar Suleiman, el jefe de los “servicios” egipcios designado vicepresidente en forma precipitada), al menos un sector del imperialismo yanqui ya trabaja la “opción Baradei” para lograr ensillar la combativa pueblada juvenil y encarrilar su impulso revolucionario hacia un remanso reformista a título de “transición a la democracia”. Algo al estilo de la “democracia” retaceada y condicionada –llena de “herencias” de la dictadura– que en la Argentina conocimos con Alfonsín.
Baradei calificó de “impacientes” a los jóvenes que combaten al régimen mubarakista en las calles. De su mano se trataría de pergeñar un gobierno “de unidad nacional” –con poco o ningún poder de decisión popular– que imponga una nueva constitución y llame a elecciones “libres”.
El problema de Baradei –y el de los demás líderes burgueses– es que la tremenda disposición combativa de centenares de miles de jóvenes que desafían los gases, las balas y la tortura para no dejar piedra sobre piedra del podrido régimen egipcio, amenaza con barrer del escenario histórico a la oposición colaboracionista o reformista. Muchos de los partidos políticos legales –más de 20– se trepan precipitadamente al nuevo movimiento, pero no tienen mucha credibilidad entre los jóvenes que pelean en la calle. “Sería criminal que cualquier partido reclamara el crédito por la mini–Intifada que tuvimos ayer”, dijo un activista juvenil el sábado.