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13 de November de 2024

Cómo fue la Revolución Rusa

El asalto al Palacio de Invierno

Extractos del gran libro de John Reed "Diez días que estremecieron al mundo", en la que el autor cuenta en primera persona cómo fue la Revolución Rusa de 1917, de la que se cumplieron hace pocos días 107 años.

Aprovechándonos del revuelo nos deslizamos a través de los centinelas tomando la dirección del Palacio de Invierno. La oscuridad era completa. Sólo se divisaban los piquetes de soldados y guardias rojas, que vigilaban celosamente… En las esquinas de las calles, las patrullas detenían a todos los peatones; a pesar de hallarse formadas por tropas regulares, las mandaba siempre, detalle interesante, un guardia rojo…

La tropa, que se componía de varios centenares de hombres, descansó algunos minutos, apretujada detrás de la columna, recuperó la calma y después, como no tuviera nuevas órdenes, volvió a avanzar espontáneamente. Gracias a la luz que brotaba de las ventanas del Palacio de Invierno, yo había logrado distinguir que los dos o trescientos primeros eran guardias rojas, entre los cuales se hallaban mezclados solamente algunos soldados.

Escalamos la barricada de maderos que defendía el Palacio y lanzamos un grito de júbilo al tropezar en el otro lado con un montón de fusiles, abandonados allí por los junkers. A ambos lados de la entrada principal las puertas estaban abiertas de par en par, dejando salir la luz, y ni una sola persona salió del inmenso edificio.

La oleada impaciente de la tropa nos empujó por la entrada de la derecha, la cual conducía a una vasta sala abovedada, de muros desnudos: la bodega del ala Este, de donde partía un laberinto de corredores y escaleras. Guardias rojas y soldados se lanzaron inmediatamente sobre grandes cajas de embalaje que se encontraban allí, haciendo saltar las tapas a culatazos y sacando tapices, cortinas, ropa, vajilla de porcelana, cristalería…

Uno de ellos mostraba con orgullo un reloj de péndulo de bronce que llevaba colgado de la espalda. Otro había incrustado en su sombrero una pluma de avestruz. El pillaje no hacía más que comenzar cuando se escuchó una voz: “¡Camaradas, no toquéis nada, no agarréis nada, todo esto es propiedad del pueblo!” Inmediatamente repitieron veinte voces: “¡Alto! ¡Volved a ponerlo todo en su lugar, prohibido agarrar nada, es propiedad del pueblo!” Las manos se abatieron sobre los culpables. Los tejidos de Damasco, las tapicerías, fueron arrebatadas a los saqueadores; dos hombres se hicieron cargo del reloj de bronce. Los objetos, bien o mal, fueron colocados otra vez en sus cajas y algunos de los propios soldados se encargaron de montar la guardia. Esta reacción fue sumamente espontánea. En los corredores y las escaleras, debilitadas por la distancia, se escuchaba repercutir las palabras: “¡Disciplina revolucionaria! ¡Propiedad del pueblo!”

Nos dirigimos a la entrada izquierda, en el ala Oeste. También allí se restablecía el orden.

¡Evacuad el Palacio!, vociferaba un guardia rojo. Vamos, camaradas, ¡demostremos que no somos ladrones y bandidos! Todo el mundo fuera de Palacio, con excepción de los comisarios, hasta que se coloquen los centinelas.

Dos guardias rojos, un oficial y un soldado, se mantenían de pie, empuñando un revólver; otro soldado se hallaba sentado en una mesa con pluma y papel. Por todas partes resonaba el grito: “¡Todos fuera! ¡Todos fuera!”, y poco a poco toda la tropa comenzó a franquear la puerta hacia el exterior, empujándose, refunfuñando, protestando. Cada uno de los soldados era detenido y registrado, se le vaciaban los bolsillos, se miraba por debajo de su capote. Se le recogía todo lo que “no era ostensiblemente suyo”, el secretario tomaba nota y el objeto era llevado a una pequeña habitación vecina.

Fue confiscada así una variedad extraordinaria de objetos: estatuillas, frascos de China, colchas bordadas con las iniciales imperiales, candelabros, un bote pequeño de pintura, secantes de escritorio, espadas con puño de oro, pastillas de jabón, vestidos de todas clases, mantas. Un guardia rojo tenía tres fusiles, dos de ellos arrebatados por él a los junkers; otro arrastraba cuatro carteras atestadas de documentos. Los culpables devolvían los objetos de mala gana o se defendían como chiquillos. Los miembros de la comisión de registro, hablando todos a la vez, les explicaban que robar era indigno de los paladines del pueblo. Con frecuencia, aquellos que habían sido sorprendidos daban media vuelta y ayudaban al registro de sus camaradas.

No pretendo sostener que no hubiera saqueo en el Palacio de Invierno. Es cierto que se registraron numerosos robos antes y después de la caída del Palacio. Pero la afirmación del órgano social-revolucionario. Narod y de varios miembros de la Duma municipal de que hubo despojos por valor de 500 millones de rublos en objetos preciosos constituye una burda exageración.

 

hoy N° 2035 13/11/2024