Por aquellos años, 1905, grandes luchas obreras sacudían nuestro país. Luego de la huelga general de 1902, y pese a su derrota, irrumpe el proletariado, reclamando ocho horas de trabajo y aumento de salarios.
Por aquellos años, 1905, grandes luchas obreras sacudían nuestro país. Luego de la huelga general de 1902, y pese a su derrota, irrumpe el proletariado, reclamando ocho horas de trabajo y aumento de salarios.
La Unión Cívica Radical impulsó un nuevo levantamiento armado ese año, luego de los protagonizados en 1890 y 1893. La noche del 3 de febrero de 1905 el jefe de la Unión Cívica Radical, Hipólito Yrigoyen, quien había asumido la conducción del partido dos años antes, dio la orden del levantamiento, que estalló simultáneamente en Bahía Blanca, Capital Federal, Rosario, Córdoba y Mendoza. El gobierno, prevenido, lo abortó en las unidades militares de Buenos Aires, desplazando a las tropas que respondían a los radicales. Si bien en algunos puntos del país el levantamiento se prolongó hasta el 8 de febrero, incluso logrando detener al vicepresidente José Figueroa Alcorta en Córdoba, fue derrotado.
Dice Eugenio Gastiazoro (Historia Argentina, tomo 3, págs. 119 y 120): “Aunque extendido a todo el país, y con la simpatía de los sectores medios de la sociedad, el partido radical era mantenido por su dirección dentro de los límites del Noventa. Es decir sin un programa que tomara las reivindicaciones obreras ni del campesinado y ni siquiera las de la burguesía nacional, reduciéndolas al reclamo de la vigencia de la Constitución y apoyándose principalmente en los sectores terratenientes marginados del poder político por el régimen (aunque muchos de ellos de la crema oligárquica, al no ser parte del régimen podían acaudillar a sectores secundarios). Así la Unión Cívica Radical volvió a fracasar en el nuevo levantamiento armado, que lanzó a menos de cinco meses de que Quintana se hiciera cargo del gobierno, el 4 de febrero de 1905. En su Manifiesto, hacía el siguiente balance de lo sucedido desde 1880:
“Ante la evidencia de una insólita regresión que, después de 25 años de transgresiones a todas las instituciones morales, políticas y administrativas, amenaza retardar indefinidamente el restablecimiento de la vida nacional; ante la ineficacia comprobada de la labor cívica electoral, porque la lucha es la opinión contra gobiernos rebeldes alzados sobre las leyes y respetos públicos; y cuando no hay en la visión nacional ninguna esperanza de reacción espontánea, ni posibilidad de alcanzarla normalmente, es sagrado deber del patriotismo ejercitar el supremo recurso de la protesta armada a que han acudido todos los pueblos del mundo en el continuo batallar por la reparación de sus males y el respeto de sus derechos” (Proclama revolucionaria del 4 de febrero de 1905, escrita por Hipólito Yrigoyen).
El gobierno, que había decretado el estado de sitio, extendió la represión sobre el movimiento obrero, tratando de acallar las huelgas en desarrollo, como la de los trabajadores del Ferrocarril Sur, los metalúrgicos, los peones de aserraderos, tapiceros, textiles, etc. La policía empasteló la imprenta de La Protesta, y también la de La Vanguardia, envió a Ushuaia a los militantes más combativos e hizo uso en gran escala de la Ley de Residencia, deportando “agitadores” y “extremistas”, recuerda Gastiazoro.
Anarquistas y socialistas
Ese año 1905 las corrientes predominantes en el movimiento obrero eran los anarquistas, que dirigían la FORA, y los socialistas, la UGT. Estas dos corrientes mantuvieron una posición de abstención ante el levantamiento radical.
Los anarquistas, si bien algunos sectores parecen haber tenido un acercamiento a los dirigentes radicales, entre ellos Yrigoyen, ya el año anterior al levantamiento, el Congreso de la FOA había planteado como línea abstenerse de participar. Y desatado el levantamiento, el escritor anarquista Alberto Ghiraldo, en ese entonces director de La Protesta, tituló la noticia “Revolución antirrevolucionaria”.
El Partido Socialista de Juan B. Justo, recuerda Otto Vargas (El marxismo y la revolución argentina, tomo 1, págs. 126 y 127), repudió el alzamiento al que llamó “deplorable espectáculo” de la “fracción política llamada radical”. La Vanguardia, periódico del PS, publicaba una resolución de Comité Ejecutivo del PS titulado “La política criolla y el motín militar” afirmaba que “estos atentados a la tranquilidad nacional no desaparecerán sino por una saludable elevación de la conciencia política del pueblo”, recomendando a la clase trabajadora “mantenerse alejada de estas rencillas partidistas provocadas por la desmedida sed de mando”.
“Los socialistas también se apartaban de la búsqueda de acuerdos con el movimiento insurgente –de tipo putchista– de la pequeña burguesía y la burguesía radical”, dice Vargas.
Recordemos que en 1905 surge, como una ruptura del Partido Socialista, la corriente llamada sindicalista, que con el tiempo llegaría a ocupar un lugar preponderante en el movimiento obrero, y que tendría vinculaciones con el primer gobierno radical.
Desencuentros
Luego de este levantamiento, los radicales, si bien mantuvieron varios años la posición abstencionista ante las farsas electorales, iniciaron el camino que los llevaría a la participación en las elecciones, camino que llevó al acuerdo con un sector de las clases dominantes que permitió la elección de 1916, que consagró ganador a Hipólito Yrigoyen.
Los desencuentros entre las corrientes obreras y la dirección del radicalismo, que habían arrancado con la “Revolución del ’90, son parte del debate sobre qué tipo de país era la Argentina, y sobre la necesidad de una revolución democrática, que resolviera las tareas inconclusas de Mayo de 1810.
Ya en una polémica entre Germán Ave Lalllemant y los dirigentes del PS en 1894, Lallemant sostenía que había que buscar acuerdos con este sector de la “pequeño burguesía” como lo llamaba, para avanzar contra la oligarquía dominante, mientras la dirección del Partido Socialista llamaba a “huir del contacto con los partidos burgueses”.
El camino de las puebladas, recorrido por el pueblo argentino durante este siglo, ha demostrado la necesidad de que la clase obrera tenga una línea de acaudillar a los sectores sociales interesados en alumbrar una salida revolucionaria.