“El trabajo a domicilio importa la explotación más funesta, porque se extiende a toda la familia obrera”, denunciaba la primera Federación Obrera Argentina en las páginas del periódico marxista El Obrero, el 7 de marzo de 1891.
“El trabajo a domicilio importa la explotación más funesta, porque se extiende a toda la familia obrera”, denunciaba la primera Federación Obrera Argentina en las páginas del periódico marxista El Obrero, el 7 de marzo de 1891.
Por esos años, mientras crecía la cantidad de talleres y establecimientos fabriles en la ciudad de Buenos Aires, ya el principal centro de concentración obrera del país, en algunas ramas de la producción se generalizaba el “sweating sistem”: el sistema de sudor. Este trabajo se hizo común en la industria textil, del vestido y del calzado, y concentraba a mujeres y niños en jornadas de 9 horas y media como mínimo.
Los dueños de los talleres “tercerizaban”, diríamos hoy, una parte importante de la producción, a través de contratistas. Así describía este sistema El Obrero (28/3/1891): “Un contratista se arregla con el capitalista sobre el precio del trabajo y lo lleva a su casa. El da trabajo a destajo en seguida a los obreros que vienen a trabajar a su casa. La casa se llama el sudadero, los obreros, los sudadores, porque para ganar un salario apenas aceptable tienen que trabajar hasta sudar a torrentes, y el contratista el maestro sudatorio. Las grandes sastrerías, zapaterías, negocios de modistas, etc., en Buenos Aires todos ganan pingües por cientos por medio de este sistema infame que mata a los obreros y obreras en corto tiempo, o al menos les arruina la salud en un breve lapso”.
El trabajo a domicilio se extendió por varios años, hasta bien entrado el siglo 20, y hoy lo vemos nuevamente en los talleres clandestinos que usan mano de obra poco menos que en condiciones de esclavitud. A comienzos del siglo 20, en la industria del calzado, por ejemplo, el Departamento Nacional del Trabajo registraba 198 establecimientos, con 3.125 operarios, de los cuales 2.516 eran hombres, 352 mujeres y 257 menores. Pero el inspector a cargo aclara que esta cifra era sólo la tercera parte de los trabajadores del calzado.
La vida de estas obreras fue retratada en un tango de Cátulo Castillo, que grabara Carlos Gardel en 1925: “Había en tus pasitos taconeo de tango/ y frufruces de seda en tu marcha sensual,/ pero tu personita claudicaba en el fango/ bajo el fardo de ropas que nunca te pondrás… /¡Pobre costurerita! Ayer cuando pasaste/ envuelta en una racha de tos seca y tenaz, /como una hoja al viento, la impresión me dejaste/ de que aquella tu marcha no se acaba más./ Caminito al conchabo, caminito a la muerte, bajo el fardo de ropas que llevás a coser,/ quién sabe si otro día quizá pueda verte, /pobre costurerita, camino del taller.”