Desde que la sociedad se divide en clases el Estado ha sido el instrumento de las clases explotadoras para mantener su dominio sobre las clases explotadas y asegurar su poder.
Esta máquina estatal burocrática y represiva (incluidas sus instituciones “representativas” y la división de poderes) no le sirve al pueblo. Debe ser destruida, poniendo en su lugar nuevas instituciones de un Estado de las clases revolucionarias.
Desde la primera experiencia de gobierno de la clase obrera, la Comuna de París de 1871, todas las revoluciones populares que triunfaron en el siglo 20 demostraron que, para organizar un Estado de nuevo tipo, democrático para los obreros y desposeídos en general y dictatorial contra sus opresores, es imprescindible que las clases revolucionarias y los sectores revolucionarios de las naciones y pueblos originarios, dirigidas por la clase obrera, conquisten el poder político. Los nuevos órganos de poder creados por las masas revolucionarias tendrán que disolver las fuerzas militares y policiales sustituyéndolas por su propio ejército popular y las milicias populares. En las nuevas instituciones representativas –legislativas y ejecutivas a la vez– el ser funcionario ya no será un privilegio, sino un trabajo que será remunerado igual que el de un obrero. Los mandatos serán revocables a todo nivel.
Sin una revolución de este tipo, que asegure el ejercicio del poder por la clase obrera y las clases aliadas, no será posible terminar con la dependencia, expropiar a los monopolios imperialistas y a los terratenientes y realizar la Reforma Agraria, impulsando un desarrollo integral del país, en marcha al socialismo y el comunismo.
La cuestión del Estado de las clases dominantes, el camino revolucionario de su destrucción o el camino reformista de ganar espacios dentro de él, y como consecuencia la vía armada o la vía pacífica para conquistar el poder, ha sido la línea divisoria entre marxistas y revisionistas, entre revolucionarios y reformistas. Así fue desde el Primer Congreso del Partido Socialista de la Argentina en 1896. Fue también una cuestión clave en la ruptura del Partido Comunista que dio origen al PCR en 1968.
A lo largo de nuestra historia, el problema de en manos de quién estaba el poder, en particular las armas, ha sido y es una de las cuestiones claves para extraer enseñanzas y prepararnos para que el accionar revolucionario de las masas desemboque en la destrucción del Estado oligárquico-imperialista y la conquista del poder.
Los enemigos de la revolución en la Argentina son una minoría, pero controlan las palancas fundamentales del Estado, lo que los hace extremadamente fuertes. Controlan el aparato económico y jurídico-administrativo y tienen a su servicio las Fuerzas Armadas y represivas, como instrumento principal que les garantiza la explotación al pueblo y el control del poder.
Como enseña nuestra historia, los terratenientes, primero para organizar el Estado que les asegurase el poder y luego para perpetuarse en el control de éste, apoyándose y/o subordinándose al imperialismo de turno, inglés, ruso o yanqui, asesinaron y reprimieron a mansalva. Junto con esto crearon las leyes y el aparato jurídico que avalara la barbarie. Así, tras más de sesenta años de guerras civiles (de 1815 a 1880), fue con las armas que la oligarquía impuso la llamada Organización Nacional y masacró a los pueblos originarios para apoderarse de sus tierras. Y en este siglo, aplastaron a sangre y fuego los levantamientos obreros, campesinos, estudiantiles y populares, cada vez que pusieron en peligro los privilegios de esa minoría que controla el poder. Ahí están de testigos las masacres del 1º de Mayo de 1904, de la semana de mayo de 1909, la Semana Trágica de enero de 1919, la Patagonia Sangrienta de 1921, La Forestal, el golpe de 1955 y la dictadura violovidelista de 1976. Al igual que la represión de la insurrección radical de 1905, la huelga general de enero de 1936, la huelga azucarera de 1949, las luchas de los ferroviarios y metalúrgicos de 1954, las huelgas de 1959-61, las puebladas de 1960-70, etc., etc. Antes, como ahora, modernizaron y utilizaron el aparato represivo para frenar las heroicas luchas que jalonaron nuestra historia.
La burguesía nacional debido a su dualidad, cuando estuvo en el gobierno, por un lado, forcejeó con los enemigos recortando sus privilegios e imponiendo reformas a favor del pueblo, y por otro lado concilió con ellos y, temerosa de la clase obrera, muchas veces terminó siendo cómplice, avalando la represión o reprimiendo. Esta política posibilitó los golpes de Estado en 1930, 1955, 1966, 1976, que sirvieron a las clases dominantes para recuperar el gobierno e imponer por la fuerza de las armas su política proterrateniente y proimperialista.
Resultó así equivocada la idea expresada reiteradamente por el general Perón de que era necesario tiempo para ahorrar sangre. Esta opción es falsa. Ha corrido mucha sangre de la clase obrera y el pueblo, y se ha perdido mucho tiempo.
No es conciliando con los enemigos como se ahorra sufrimientos a la clase obrera y el pueblo y se defienden los intereses nacionales. Para enfrentar a los enemigos de la revolución debemos prepararnos para una lucha que es encarnizada y que será larga y no pacífica. Solo cuando el pueblo se levantó en armas pudo triunfar. Así fue frente a las invasiones inglesas en 1806 y 1807, y así fue contra el colonialismo español de 1810 a 1824.
La presión revisionista internacional y nacional y la propaganda de las clases dominantes coinciden en desprestigiar las grandes revoluciones socialistas del siglo 20 y ocultar los gigantescos avances que trajeron para la clase obrera y los sectores populares. Los comunistas revolucionarios debemos divulgar cómo fueron esas revoluciones y sus logros, reivindicando el derecho de los pueblos a levantarse en armas por su liberación.
Hoy N° 1969 12/07/2023