En las últimas décadas del siglo 19 decenas de miles de mujeres y hombres migraron a Buenos Aires y las principales ciudades del país, venidos de Europa y también desde el campo argentino en busca de trabajo. Por esos años las cadenas del naciente imperialismo empezaban a envolvernos, y las relaciones de producción capitalistas se desarrollaron retrasadas por el mantenimiento del latifundio de origen feudal en el campo.
Las clases dominantes ya practicaban esa hipocresía que tanto las caracteriza. Por un lado el Estado oligárquico distribuía coloridos folletos prometiendo el oro y el moro a los inmigrantes, y por el otro nuestra “clase patricia” porteña, que había visto un filón de ganancias rápidas en las viviendas de los inmigrantes ya a fines de la década de 1860, luego de la fiebre amarilla en 1871 transformó los viejos caserones del sur porteño, haciendo de cada pieza cuatro, y levantó precarias casas de chapa de dos o tres pisos, extendiendo los conventillos, donde llegó a vivir a principios del siglo 20 el 10% de la población.
Los conventillos
Sólo en Buenos Aires, tres años antes de la huelga, en 1904, había registradas 2.462 casas de inquilinato, que tenían 43.873 habitaciones. Allí fueron censadas 138.188 personas. Casi el 90% de los obreros vivían en conventillos.
Esas habitaciones eran pequeños cuartos de 4 por 4 metros, la mayor de las veces sin luz natural ni ventilación, donde vivían hacinadas hasta 10 personas por cuarto. Los baños eran un lujo escaso. Cerca de 500 conventillos directamente no los tenían, y en los otros a lo sumo una o dos letrinas por inquilinato. De cocina ni hablar. Hacia 1907 el costo de estas piezas podía llegar hasta el 30/40% del salario, costo que se había triplicado desde la década del ‘70 del siglo 19.
A través del “casero”, los dueños de los conventillos imponían un severo régimen interno, y los desalojos eran una constante, impulsados por el “juez de paz” y concretados por la “fuerza pública”.
Las páginas de los periódicos socialistas y anarquistas de la época están llenas de denuncias de malos tratos, enfermedades de los niños por las pésimas condiciones de las viviendas, desalojos, etc.
“El conventillo es la olla podrida de las nacionalidades y las lenguas”, diría en 1889 Santiago de Estrada. Así, escribas de las clases dominantes alertaban sobre la peligrosa fusión de voluntades que se daba en los patios de los conventillos entre estos “tanos”, “gallegos”, “rusos” y criollos, que mientras plagaban de huelgas los talleres y fábricas y ya habían protagonizado la primer huelga general en 1902, forjaban nuevos combatientes entre las mujeres y chicos que, a la par que se incorporaban a la producción, iban a ser los grandes protagonistas de la huelga de inquilinos.
Los inquilinos se organizan
Desde los comienzos de la organización obrera en nuestro país, hubo intentos de conformar asociaciones de inquilinos, en una constante pelea contra el aumento de los alquileres y por el mejoramiento de las condiciones de vida. En 1890 los inquilinos organizan una comisión para que tome medidas contra los propietarios. El movimiento fracasa entonces, pero resurge en 1893, cuando se intenta formar una “Liga Contra los Alquileres”.
Ya en el siglo 20, en 1905 hay un nuevo intento promovido por las tres corrientes en las que hallaba dividido el movimiento obrero: anarquistas, socialistas y sindicalistas. Así en 1906 se forma el Comité Federal de la mencionada Liga, que da a conocer un manifiesto reclamando la rebaja de alquileres e impuestos.
En el seno de la Liga se desarrolla una intensa lucha de líneas, similar a la que se daba en el movimiento obrero. Ya entonces los anarquistas habían conseguido el predominio en las organizaciones sindicales, poniéndose a la cabeza de las huelgas, pero sin organizar cabalmente para el combate a los obreros, por sus concepciones. Los socialistas ya estaban embarcados en una línea que privilegiaba la acumulación parlamentaria y se alejaban de las luchas de las masas.
Se desata la huelga
Hacia agosto de 1907, la Municipalidad porteña decreta un aumento de los impuestos inmobiliarios. Ni lerdos ni perezosos, los propietarios suben los alquileres, que llegan al 50% del salario obrero.
La huelga se inició en el Conventillo “Los Cuatro Diques” ubicado en la calle Ituzaingó 279 de la Capital Federal, con un reclamo de rebajas del 30% en los alquileres, mejoras sanitarias, eliminar los tres meses de depósito y que los propietarios no tomaran represalias con los participantes del movimiento.
A los pocos días ya se habían sumado 500 casas de inquilinato de la ciudad de Buenos Aires, que llegaron a 2.000 en todo el país en el punto culminante de la huelga. Se calcula en 100.000 los inquilinos que participaron de la huelga, negándose a pagar el alquiler.
Los protagonistas
Los patrones, rápidamente organizados en la Sociedad Corporación de Propietarios y Arrendatarios se negaron en su mayoría a atender las demandas y redoblaron la presión para ejecutar los desalojos.
En los conventillos, las mujeres y los chicos fueron los principales protagonistas de la organización de la huelga, desarrollando la autodefensa frente a los intentos de desalojo. Los chicos y jóvenes, blandiendo las escobas “para barrer la injusticia de este mundo”, salían a las calles de conventillo en conventillo, marchando y sumando voluntades.
Se produjeron enfrentamientos en varios inquilinatos, lográndose en algunos impedir los desalojos. Desde los pisos altos del conventillo caían piedras y agua caliente sobre la policía y los “oficiales de justicia”.
El Estado aplicó la represión a fondo. Utilizó la nefasta “ley de residencia” por la que se podía expulsar a los inmigrantes que participaran en huelgas, como cuenta la militante anarquista Juana Rouco Buela: “A mis 18 años me consideró la policía un elemento peligroso para la tranquilidad del capitalismo y del Estado y me deportaron”.
En una de las marchas, el tristemente célebre jefe de Policía Ramón Lorenzo Falcón mandó abrir fuego contra los huelguistas, allí cayó el joven Miguel Pepe, de 17 años. Más de 5.000 personas acompañaron el cortejo fúnebre.
Dos líneas
Mientras los anarquistas se pusieron a la cabeza de la huelga, incluso a través de la central que dirigían, la FORA, poniendo a disposición de los desalojados el sindicato de conductores de carros y así armar campamentos de resistencia, la dirección del Partido Socialista daba un tibio apoyo, y afirmaba que la solución debía venir por el lado de la construcción de casas para obreros por parte de cooperativas.
La concepción anarquista de que el sólo desarrollo de la lucha iba a llevar a una insurrección generalizada, impidió la organización efectiva de la huelga en todos los inquilinatos, por lo que ésta se desarrolló de forma dispar.
Mientras algunos conventillos lograban las principales demandas, la negativa de los propietarios y el uso del aparato del Estado fue desgranando la lucha. Hacia fines de septiembre, el movimiento fue perdiendo fuerza, y se desalojaron los conventillos más combativos.
Cien años después
A 100 años de la “huelga de los inquilinos”, centenares de miles viven en villas miseria, casas o terrenos ocupados, a la vera de los ferrocarriles o debajo de las autopistas, con la permanente amenaza de desalojo por la voracidad de las clases dominantes en los negocios inmobiliarios. Basta recordar el incendio de Villa Cartón, o la amenaza de desalojo de la Villa 31 en la Capital Federal para ver la vigencia del reclamo de una vivienda digna, parte inseparable de la lucha cotidiana de los clasistas y revolucionarios, en el camino de la liberación del pueblo y de la Patria.