Una de las propuestas de la política cultural del gobierno es estimular el fin lucrativo de la industria cultural, sin cuestionar el aprovecharse de quienes producen cultura mientras oculta los verdaderos réditos de cada espectáculo. La otra propuesta es “crear consenso para crear poder”.
Una de las propuestas de la política cultural del gobierno es estimular el fin lucrativo de la industria cultural, sin cuestionar el aprovecharse de quienes producen cultura mientras oculta los verdaderos réditos de cada espectáculo. La otra propuesta es “crear consenso para crear poder”.
Desde 2003, el gobierno de Néstor Kirchner y posteriormente el de Cristina Fernández trabajaron para ganar consenso popular, se ubicaron como adalides contra el neoliberalismo, revitalizadores del papel del Estado, defensores de los derechos humanos, reivindicadores de la cultura y política de los 70, de la identidad, la memoria y el reconocimiento de las “culturas ancestrales”, enemigos acérrimos de la oligarquía.
Desde ese lugar se diferenciaron de los otros grupos de las clases dominantes, autoproclamándose “nacionales y populares”, buscando acoplarse a sentimientos reverdecidos en el pueblo argentino con el Argentinazo.
El kirchnerismo buscó también establecer esa identidad con los más débiles afirmando –como dicen en el programa 678: “somos los sucios, los feos, los negros, la mierda oficialista, por eso nos golpean y por eso necesitamos apoyo”. Diluyen así que el grupo kirchnerista no es lo mismo que el pueblo argentino. Sus intereses económicos y políticos los lleva a tener el control y la hegemonía del poder del Estado, para eso necesitan ganar consenso social. Tanto NK como CFK se formaron en la universidad de los ‘70, a la que ingresaron por la lucha popular muchos jóvenes trabajadores. Los K conocen los debates e ideas que se discutían, por eso “tararean” una melodía parecida pero con un ritmo y una letra desvirtuada.
El consenso que busca el gobierno no se basa en puro discurso, se sustenta con medidas exigidas por la lucha popular, acciones, producciones, reivindicaciones y necesidades originadas desde el campo cultural.
Para garantizar la acumulación y fortalecimiento de su grupo económico y mantener el control del aparato estatal resignifica cada una de esas reivindicaciones. De ahí la revalorización del Estado en el auspicio de programas, subsidios y leyes culturales, valorización de la TV pública con Canal 7, Encuentro, Fútbol para Todos, TV digital, Ley de medios, de Museo de la ESMA, Centro Cultural del Bicentenario, Cafés Culturales, programas de producción cinematográfica, teatro, música, actividades recreativas gratuitas, capacitación artística y cultural, difusión de actividades populares de alcance federal, etc., todas reivindicaciones que fueron amasadas en la lucha social y afloraron con el Argentinazo y las asambleas populares.
Estas medidas logradas, fruto de la lucha cultural popular y democrática, tienen su precariedad que no está dada sólo por la estrechez de sus alcances, sino fundamentalmente porque ahondan las condiciones de dependencia económica y cultural de la Argentina. La política cultural ligada al rumbo exportador agro-petrolero-minero-servicios dependiente de las inversiones de capital monopólico extranjero impulsado por el grupo de burguesía intermediaria kirchnerista es una cultura de exportación de industria cultural-turismo, en donde el “valor” es más importante que el “símbolo”.
Nada distinto a lo que ya conocemos de la historia argentina: someternos a los requerimientos de las potencias imperialistas (cuando quisieron cueros, cueros, cuando lana, lana, cuando carne, carne, y ahora soja, soja, soja), convirtiéndonos en dependientes de todo aquellos que no producimos y del capital extranjero entregando nuestros recursos y trabajo por nada.
También la cultura se manejó y maneja con esos parámetros: recitales, teatro y cine se mueven al son de la cotización del dólar. Las inversiones extranjeras en industrias culturales por su carácter monopólico nos obligan a producir cultura de acuerdo a las necesidades e intereses de ese mercado con el que someten las producciones culturales nacionales, se nos imponen en desmedro de otros: personajes, estilos, vanguardias, circuitos, corrientes, bienes de capital (equipos, instrumentos y soportes), mecanismos de distribución y producción de los bienes culturales, pautas de publicidad y difusión.
Pero cuanto más aprietan e imponen sus esquemas, florecen por su propia necesidad vital todas las manifestaciones de la cultura de nuestro pueblo en resistencia: sus artistas e intelectuales luchan contra el presupuesto, contra la indiferencia estatal, contra el encasillamiento cultural, la censura, la estandarización y espectacularización de la cultura, contra la privatización y desmantelamiento de los baluartes del patrimonio cultural.
Así miles y miles producen cultura y luchan por otra cultura a contrapelo; algunos altamente formados y capacitados en sus disciplinas, otros buscando, definiendo contenido, estilos, sus obras mientras trabajan y estudian o están desocupados, todos constituyen una reserva fundamental que es importante conocer y comprender que seguramente confluirá en la estrategia revolucionaria que invierta los términos que nos impone el imperialismo cultural.