Transcurría 1917. La situación, insostenible. Cuatro años de una guerra de rapiña. Siniestra y ruinosa. Multiplicando los sufrimientos populares. Tanto en el frente como en la retaguardia. Como no podía ser de otra manera y a despecho de la represión las protestas se hicieron moneda corriente. Pero la burocracia zarista las despreciaba como una mancha en el paisaje. No faltaron las conspiraciones. Pocos meses antes, en diciembre del 16 un grupo de nobles asesinó al santón Rasputín a quien culpaban de todos los desatinos cometidos por la pareja imperial.
La historia, una vez más, nos enseña que la soberbia es muy mala consejera. No estaba el horno para bollos y el 8 de marzo del 17 muchos miles de obreras se congregaron en los suburbios de Petrogrado para conmemorar el Día Internacional de la Mujer Trabajadora (instituido como tal en 1910). La austera, sencilla reivindicación que unificaba a las manifestantes mañaneras era el reclamo de pan. Muy pronto se fueron sumando contingentes de las principales fábricas y pobladores de las barriadas populares. Hacia el anochecer la muchedumbre alcanzaba las 100.000 personas. Mujeres y hombres hermanados ante las insufribles circunstancias. Aquí y allá las consignas iban subiendo de tono. Ya se escuchaban los gritos de “Basta de guerra”, “abajo el Zar”.
A partir de ese momento y por los subsiguientes días el Gobierno no pudo rehacer una estrategia. Las manifestaciones crecieron en masividad y combatividad. Algunas superaban las 250.000 personas. La táctica de blindar la ciudadela de Petrogrado e impedir que los revoltosos cruzaran el río Neva fracasó. La tropa enviada a reprimir confraternizaba con los alzados y ajusticiaba a sus oficiales. Y cuando no, se proclamaba neutral y en desacato toda vez que se le exigiera tirar contra el pueblo. La Ojrana (policía brava del zar) ametrallaba al gentío y recibía bala de destacamentos de obreros y soldados. Las comisarías, los arsenales y las cárceles pasaban a manos de los que, a esta altura de los acontecimientos ya podemos designar como insurrectos.
El 12 de marzo un puñado de dirigentes recién excarcelados deja constituido el Soviet de Petrogrado. A las pocas horas, en función de la elección de representantes en fábricas y cuarteles, el Soviet alcanza los 3.000 diputados. Entre sus primeras medidas se encuentra la creación de una milicia obrera.
Una tras otra otras grandes ciudades (Moscú, Helsinski, Riga) se van plegando a la Revolución. El 14 amanece con Petrogrado en paz y totalmente en manos de los insurgentes. El 15 de marzo, tras todo tipo de maniobras, ante esa marea revolucionaria que “ya no escuchaba de razones” la abdicación del Zar da paso a la República.
Petrogrado, la capital imperial, era una isla proletaria en la inmensidad de un país atrasado y feudal. Algunas fábricas como la metalúrgica Putilov contaba con 35.000 obreros. La mayor, no la única. Grandes plantas textiles concentraban miles de mujeres obreras. La superexplotación en la cotidianeidad “normal” se exacerba al paroxismo en las condiciones del esfuerzo “patriótico” de un país en guerra. La agitación de los bolcheviques había puesto los puntos sobre las ies y desnudado la falacia de la campaña oficial. Esa denuncia venía martillando las conciencias. Y cuando la situación se transformó en irrespirable la siembra cobró cuerpo y sacó pecho. Pero los bolcheviques eran un Partido pequeño. Uno entre otros varios que empujaron o se subieron al empuje revolucionario de las masas. Una coalición de Partidos del régimen y de socialistas moderados (socialrevolucionarios y mencheviques) armó Gobierno y malversó las expectativas de quienes los habían enancado en el Poder.
La Revolución de Febrero fue el cimiento sobre el que los bolcheviques se plantearon Octubre. Apenas regresado del exilio Lenin expone sus Tesis de Abril. Su contundencia galvaniza al Partido. Y es el factor preponderante para que esa fuerza pase de pequeña a grande en un lapso tan corto. Y se fusione con su masa. Pero esa es otra historia…