Cuando las fuerzas productivas al llegar a determinada fase de su desarrollo chocan con las relaciones de producción existentes, o dicho más precisamente, cuando éstas se conviertan en trabas para las fuerzas productivas, se plantea objetivamente la necesidad de modificar las relaciones de producción envejecidas para liberar y desarrollar las fuerzas productivas. Se abre, entonces, una época de revolución social. “Y del mismo modo que no podemos juzgar a un individuo por lo que él piensa de sí, no podemos juzgar tampoco a estas épocas de revolución por su conciencia sino que, por el contrario, hay que explicarse esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto existente entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción” (Marx: Prólogo a “Contribución a la crítica de la economía política”).
Desde que la sociedad se dividió en clases, las clases dominantes, portadoras y beneficiarias de las viejas relaciones de producción, se resisten a muerte al cambio. Esas clases reaccionarias constituyen una ínfima minoría numérica. No aceptan los requerimientos de la mayoría que, obviamente, está integrada por las masas trabajadoras. Como vimos en las notas anteriores, las clases dominantes se valen de un instrumento fundamental para asegurar su supremacía política y la explotación de los productores directos: el Estado, el cual, básicamente, es una fuerza especial de represión.
También vimos que no debe confundirse Estado con gobierno. Este último tan sólo es uno de los resortes de aquél. Lo principal del Estado no son las personas que en un momento dado ejercen la función de presidente, de ministro o de legislador. El Estado es una máquina militar y burocrática, permanente, construida y perfeccionada para sí por las clases económicamente dominantes. En función de esto también se dictan y se cambian leyes y constituciones. Y a veces se suprimen de un plumazo –como ocurre en nuestro país desde 1930- mediante golpes de Estado que derrocan a presidentes, clausuran el parlamento y decretan normas para legitimar las formas tiránicas del gobierno.
Sabemos por experiencia que las clases dominantes llaman “revolución” a sus golpes de Estado reaccionarios. Para los marxistas, revolución significa el derrocamiento de una clase y su reemplazo por otra en el poder y la modificación radical de la estructura económico-social, es decir, de las relaciones de producción existentes. “Toda verdadera revolución es social –escribió Engels-, porque lleva al Poder a una nueva clase y permite a ésta transformar la sociedad a su imagen y semejanza” (Acerca de las relaciones sociales en Rusia).
En su tiempo, la nobleza feudal consideraba la revolución como un delito, una catástrofe para la sociedad, una profanación del “sagrado” orden establecido. En nuestra América, la corona española y sus virreyes condenaban como “peligrosos subversivos” herejes enemigos de Dios, a los patriotas revolucionarios que luchaban por la independencia. Pero, pese a todos sus sangrientos crímenes, los reaccionarios no pudieron impedir que más tarde o más temprano se produjeran revoluciones triunfantes.
La revolución es la fiesta de los oprimidos, en la cual se despliegan y se manifiestan con toda su inmensa fuerza la iniciativa histórica y la energía de las grandes masas trabajadoras cuando cuentan con una dirección revolucionaria. En el siglo 20, por ejemplo, con la victoria de las revoluciones rusa y china, la clase obrera aliada a los campesinos y dirigida por su partido marxista-leninista resolvió alimentación, techo, salud y educación para todos y creó en un par de décadas en la producción, la ciencia y la técnica, lo que a la burguesía occidental le llevó mucho más que un siglo. Y lo más importante es que lo hizo por un camino opuesto al de la explotación capitalista y la opresión colonialista e imperialista, liberando a los trabajadores del yugo terrateniente y burgués, y ayudando a los pueblos en lucha por su emancipación nacional y social. Los obreros y los campesinos empezaron a tomar en sus manos los asuntos políticos, militares, económicos y culturales, pudieron irrumpir en y poblar las escuelas, las universidades y los centros científicos.
En la época de ascenso revolucionario de la burguesía, los pensadores más avanzados como Rousseau fundaban los derechos del pueblo en la expulsión violenta de los déspotas. En 1791, la Revolución Francesa, en el artículo 35 de su Declaración Universal de los Derechos del Hombre, proclamó: “Cuando el gobierno viole el derecho del pueblo, la insurrección es para el pueblo y para cada parte del pueblo, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”.
Al mismo tiempo, debido a su carácter de clase explotadora, la burguesía no destruyó el viejo Estado sino que se valió de él y lo perfeccionó. En su obra El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Marx hizo el balance de la revolución de 1848 y 1851 y de la actitud de la burguesía hacia el Estado desde la Revolución Francesa de 1789. “Todas las revoluciones perfeccionaban esta máquina en vez de destrozarla. Los partidos que luchaban alternativamente por la dominación consideraban la toma de posesión de este inmenso edificio del estado como el botín principal del vencedor”.
Por el contrario, el proletariado –cuyo objetivo es terminar con la explotación del hombre y que no puede liberarse sin liberar al mismo tiempo a todas las demás clases y sectores oprimidos- necesita destruir la máquina militar-burocrática construida para sí por las clases explotadoras.
“Esta conclusión –escribió Lenin en El Estado y la Revolución– es lo principal, lo fundamental, en la teoría del marxismo acerca del Estado”. Es precisamente esto lo que ocultan o tergiversan los revisionistas y oportunistas de ayer y de hoy.
En esencia, la destrucción revolucionaria del viejo Estado consiste en que la fuerza especial de represión de millones de trabajadores de la ciudad y del campo por un puñado de ricachos se sustituye (como ocurrió con la Comuna de París y con las revoluciones rusa, china, cubana y otras) por el pueblo en armas para la represión de las minorías explotadoras y opresoras y para garantizar por primera vez en la historia la democracia grande para la clase obrera y las vastas mayorías populares, las cuales comienzan a tomar en sus manos las decisiones.