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02 de October de 2010

“Tratar como a uno lo tratan”

Un campesino pobre del oeste bonaerense

Cuando esa tarde fue hasta el esquinero miró de refilón el horizonte y supo que iba a caer agua. “Mal no va a venir”, se alegró pensando en la pastura. José Gil vive solo y ni falta le hace la voz para decirse nada; de vez en cuando echa un parlamento al aire para desanudar la garganta. Semblanteándose las alpargatas rumbeó para el rancho por la costa del alambrado. Todavía tiene el tranco firme, como si no le pesaran los 86 años.
Campesino pobre en las orillas de Pehuajó, su chacra se desanda rápido: son 15 hectáreas a 20 cuadras del pueblo. Cuando el sol se desgrana por el poniente, del otro costado se alza el lucerío de la ciudad.
Enrejado por los cuatro costados, el rancho parece una jaula. El mismo trajo los hierros del pueblo y los empotró en cada abertura, con más efectividad que simetría, para asegurarse de que no lo asalten. Es que, desde que se vino mayor y solo, lo atracaron varias veces para robarle casi nada.
Temprano echó candado y se sentó a matear oyendo el silencio inmiscuirse en la cocina con las sombras del anochecer y el aletear de los pájaros que se acurrucan en los árboles. “Hierven en las ramas”, observó José con entusiasmo. Cuando tuvo la noche encima, conectó los cables al acumulador y una lamparita de 12 voltios lo devolvió de la espesura. Y siguió con la pensadera. Así lo encontramos.

Recuerdos campesinos
Gil no es hombre de andar con recuerdos familiares. Menos de ponderarlos. ¡Al revés!, siempre sostuvo que su padre debió haber sido un hombre de poca cabeza que “tuvo 6 hijos sin saber cómo iba a alimentarlos”, cuestiona.
Aquel padre y su madre llegaron de España, en 1912, para establecerse “por el la’o de La Zanja (de Alsina), con dos hijos y un tercero por nacer”. Gil porfía que se apellidaban igual y que debían ser medio parientes aunque lo hubieran negado toda su vida. “Digo –especula con malicia– por la forma en que salimos sus hijos: ¡medio flojuchos! Aunque hemos pasado los 70 años p’arriba –se consuela–. Todos menos Nicasio, el combatiente…”.
Y deja flotando el recuerdo. Sus dedos raspan el hule florido de una mesa larga; la misma en la que alguna vez hubo un sitio acostumbrado para cada miembro de su familia. Ahora, con tanto espacio vacante, arrumba de todo un poco. Desde diarios amarillentos, herramientas dejadas por descuido, hasta las compras que hizo en su reciente ida al pueblo… Gil conserva apenas un rectángulo despejado.
Arranca de bien atrás para explicar cómo devino en campesino, quintero por obligo y últimamente minirentista a la fuerza:
“Mi padre se dedicó a comprar huevos, pollos, lechones… O maíz para desgranar. Desgranaba por su cuenta y vendía el grano por un lado y los marlos por el otro…”.
Se refiere a un tiempo en que la llanura bonaerense estaba poblada por campesinos arrendatarios.
“Y había mucha gente viviendo en esas chacras. Y cualquier campesino hacendoso tenía gallinas, criaba pollos y vendía huevos. Se llamaban ‘frutos del país’. Y mi padre era un intermediario que andaba por las chacras, comprando estos frutos y luego los despachaba por el ferrocarril al mercado que estaba en Capital o Avellaneda. Vivíamos en una quinta de las afueras del pueblo hasta que, con mucho esfuerzo, compramos esta tierra. Pero éramos 6 hermanos y no había cómo zafar de la vida apretada. A Nicasio por ser el mayor le tocó salir de chico a comprar huevos, pollos… Recorría en carro las colonias de arrendatarios; hablando con uno y otro campesino. Conoció la precariedad y la vida miserable que llevaban al no ser propietarios de la tierra, siempre a expensas de los estancieros. Quizá ahí se hizo un muchacho con ideas…”

El combatiente
Nicasio, según Gil, fue el más rebelde de los hermanos que, un día, enfrentó al padre y se mandó a mudar. “Andaba bien para el estudio porque tenía buena cabeza y era muy lector, pero comerciar frutos del país le interesaba poco. Casi no tengo recuerdos de él, porque me llevaba 20 años. Con el tiempo supimos de su militancia en el Partido Comunista aunque después, no sé por qué causas, fue expulsado. Igual cayó preso una temporada larga en Córdoba y en una segunda detención, como había nacido en España, le aplicaron la ley de Residencia y lo deportaron. Pero él lo vivió con alegría porque creía que allá la lucha estaba más adelantada”.
Se sabe que combatió contra Franco en la Guerra Civil y que a la caída de la República logró cruzar la frontera. Que desde un campo de refugiados francés escribió solicitando dinero para viajar a México, y que ellos, en la chacra, hicieron un esfuerzo grande para juntar esa plata; pero, en ese lapso, entraron los alemanes a Francia y ya no supieron más nada de él.

Penas del capitalismo
Tocados por esa historia y por los pesares de la vida local, los Gil, en los años 40 también se hicieron comunistas. “Y acá, todos nosotros anduvimos en el partido. Primero entró mi hermano Roberto. Yo tenía un camioncito viejo y me invitaron pa’ hacer la propaganda con una bocina. ¡Cómo no iba a ir!, si a mí el capitalismo no me ha dado más que penas. Figúrese: me obligó a ser peón en las estancias, después albañil por un salario mugriento, cuando no había leyes obreras o no se respetaban y así… hasta que derrotado no tuve más remedio que volver a la chacra de mi padre, y lo mismo fueron haciendo mis otros hermanos. Pero el negocio de la compraventa de frutos del país ya se había acabado. Primero porque se despobló el campo de arrendatarios y los terratenientes no dejaron más que peones y un puñado de puesteros a los que les prohibían tener animales de corral. Entonces en el campo sólo se quedaron a vivir los que eran pequeños y medianos propietarios. Pero ya existían grandes criaderos de aves y a esos campesinos tampoco les convino dedicarse a la producción granjera. Después, poco a poco, muchos de éstos también se fueron yendo y ya el campo quedó muy despoblado”.
Pero los Gil se obstinaron con la tierra. “Cada hijo que regresaba al campo, mi padre le alquilaba una hectárea. Con esa superficie ¡no podíamos ser otra cosa que quinteros!”
Todos solteros, “menos una hermana”, aclara, desarrollaron su vida laboral en esa franja estrecha de tierra. “Sembrábamos acelga, perejil, zapallito de tronco, y también alguna sandía, cerca de las casas. Anduve 15 años repartiendo verduras a domicilio en moto, después me concentré en la huerta para vender en el mercado local. Hasta que fueron muriendo mis hermanos y quedé solo. Pero tampoco pude continuar con la actividad porque la comercialización de la verdura se concentró. En principio porque los supermercados nunca se proveyeron con verduras del lugar. Luego, porque las cámaras frigoríficas resolvieron un problema grande a todos. Antes los pequeños almacenes estaban obligados a comprar en la zona sino se les echaba a perder la verdura. Hoy no pasa. Entonces compran en plaza a precios muy ventajosos. Nosotros, para vender casi teníamos que regalar la producción. Desaparecieron los quinteros por esa competencia monopolizada. Ahora resulta que la verdura viene de Buenos Aires. ¡Mire qué locura! Igual, de hacer quinta hoy, con el hambre que hay en el pueblo tendría que estar toda la noche cuidando para que no vengan a saquearme”, se consuela y esboza un balance magro: “Hicimos quinta más de 60 años. Alcanzamos a comprar un tractorcito, una camioneta, pagamos los impuestos de la tierra, la tasa vial y los aportes jubilatorios. Por suerte nos jubilamos todos”.

Cambiar de sistema
“Pisando mis 80 largué la huerta y me quedé con unos pocos animales. Hasta que una noche me carnearon un novillo gordo. Se llevaron las paletas. Lo demás quedó ahí, desaprovechado, se amarga José y acota que fue cuando se acobardó y pensó “no voy a pasarme las noches en vela por 4 vacas”.
 “Alquilé el campo barato a un vecino que engorda guachos (terneros) y yo me quedé con una vaca. Pero este año cayeron 40 heladas, me dejaron sin pasto. Mi vaca empezó a quedar flaca…, por último amaneció caída. Tuve que sacrificarla. Me quedan dos crías, que también andan hambrientas”. Esta misma tarde, cuenta, urgido por la falta de pasto anduvo podando eucaliptos. “Les doy las hojas pa’ que pastoreen. Les gusta poco, pero se las comen a fuerza de hambre”, sorprende con el relato.
“¡Qué apuro tiene, diga!”, se queja después y amaga con otros mates para retener la visita. Pide conversar de política. De Irak y otros asuntos internacionales. Hace mucho que se distanció de la militancia, pero en la soledad de su chacra desarrolló un “comunismo” extraño, propio y pintoresco. “La política me atrae en el sentido de que quiero cambiar este sistema. El capitalismo siempre ha sido inhumano. No es bueno para nadie más que para los capitalistas, en cualquier parte del mundo. Ya ve: en Rusia y China se metieron los burgueses ¡y los burgueses no hacen más que macanas!”, se enfervoriza.
“Ya le digo, el capitalismo, a mí, me trató muy mal. Y uno tiene que tratarlo como él nos trata. Por eso quiero que venga el comunismo. Que el Estado meta mano en los latifundios. Trabajé algo en ellos y sé cómo son. Han copado la tierra y han hecho imposible la vida en el campo. Cuando dan trabajo, esclavizan y la ganancia va pa’ ellos nomás. ¿Ahora?, ni trabajo. A medida que avanzan con la soja, corren a la gente. Culpan a la tecnología. Pero la maquinaria puede ser una cosa buena y necesaria, si sirve pa’ que la gente no se mate laburando y haiga puchero para todo el mundo ¿no? Aunque eso no lo va a lograr el capitalismo”.
Gil imagina, en voz alta, una reforma agraria en la zona. Confiesa que ya se cansó de votar a la izquierda. “Vea, iba pa que no se quedaran con cuatro votos. Pero no creo que vaya a ser con votos la cosa. Lo que vale es la lucha y pueden venir a buscarme si hago falta”, ofrece en la despedida.
Los relámpagos le dieron la razón al Viejo: la tormenta ya estaba encima.