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13 de julio de 2011

Al feudalismo le siguió el capitalismo, que implica el dominio de la clase burguesa. Ésta, en su lucha contra el régimen feudal, engendró teorías revolucionarias para su época. Pero con el desarrollo de la burguesía se desarrolla también su oponente, el proletariado, que a su vez amenaza con acabar revolucionaria-mente con el régimen burgués. Ante esto, la burguesía se vuelve conservadora, concilia con los terratenientes, engendrando las teorías liberales sobre el Estado.

Las teorías burguesas

Hoy 1377 / Sobre el Estado

La historia de la burguesía comienza a fines de la Edad Media cuando, con la conquista de América y las Indias Orientales, se desarrolló en enormes proporciones el comercio mundial, y la acumulación de oro y plata en manos de unos pocos. Declinó el poder económico de los terratenientes y fue creciendo el de la nueva clase burguesa. Se fueron agudizando las contradicciones entre ellos, al calor de las guerras campesinas, y de los artesanos en los burgos (ciudades), contra los privilegios feudales, el absolutismo y el poder del clero.

La historia de la burguesía comienza a fines de la Edad Media cuando, con la conquista de América y las Indias Orientales, se desarrolló en enormes proporciones el comercio mundial, y la acumulación de oro y plata en manos de unos pocos. Declinó el poder económico de los terratenientes y fue creciendo el de la nueva clase burguesa. Se fueron agudizando las contradicciones entre ellos, al calor de las guerras campesinas, y de los artesanos en los burgos (ciudades), contra los privilegios feudales, el absolutismo y el poder del clero.
En algunos países, como Inglaterra y Francia, la burguesía logró dirigir el campo antifeudal –el llamado “tercer Estado”, para diferenciarlo de los nobles y el clero–; las contradicciones entra la burguesía y la embrionaria clase obrera todavía eran secundarias. La consigna unificadora era la libertad; para la burguesía se trataba de la libertad de quien poseía riquezas.
Los ideólogos actuales de los imperialismos exaltan a los fundadores del liberalismo. Por ejemplo a John Locke (Inglaterra 1632–1704), quien formuló la teoría de la división del poder en el ejecutivo, legislativo y judicial, en que se basó el compromiso de 1688 entre la burguesía y la nobleza feudal inglesas (después del triunfo de la revolución burguesa de 1640 dirigida por Cromwell, y la posterior restauración monárquica). Al contrario de Hobbes (Inglaterra 1588–1679) quien justificando la monarquía consideraba como naturales a las diferencias sociales entre los hombres, Locke, en defensa de la burguesía, sostuvo que la libertad y la igualdad eran inherentes al “estado natural” del hombre. Pero al igual que Hobbes, Locke defendió al Estado como resultado del “contrato social”, cuya finalidad es asegurar al ciudadano la libertad, la vida y la propiedad. Postuló la tolerancia religiosa y la separación de la Iglesia del Estado, aunque excluyó a los católicos (porque expresaban ideológicamente las tentativas de restauración feudal) y a los ateos (porque amenazaban los fundamentos del Estado burgués).

La sociedad y al Estado feudales constituidos sobre el privilegio de los terratenientes y el poder ilimitado del rey, se contrapuso la teoría del “derecho natural”, del “contrato social”, y de la soberanía del pueblo. A las trabas feudales y al monopolio mercantilista amparado en el poder real (estatal), se contrapuso la libertad de propiedad absoluta y la libre circulación de sus productos. En esta línea, Montesquieu (Francia 1689–1755) sistematizó y desarrolló la teoría de la división en tres poderes.
La burguesía y los revisionistas del marxismo ensalzan hoy esa separación de poderes como sinónimo de “Estado de derecho”. La prolongada práctica histórica en los países capitalistas occidentales corrobora la aguda observación de Gramsci: “los romanos crearon la palabra ius para expresar el derecho como poder de la voluntad” (Antonio Gramsci: Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno).
En Estados Unidos, por ejemplo, el Ejecutivo decide prácticamente por sí mismo las cuestiones fundamentales. En otras potencias occidentales, el sistema parlamentario condiciona y debilita las facultades del gobierno. Pero en ambos casos existe una monstruosa maquinaria burocrático–militar (el Estado), que garantiza la dominación política y económica de la burguesía monopolista, y es su principal instrumento para su expansión imperialista.
En ambos casos, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial están separados entre sí pero igualmente atados y totalmente corrompidos por los grupos económicos hegemónicos. Así lo pone de manifiesto la unión personal directa entre los altos directivos de los monopolios y los ministros, y muchos legisladores y de los miembros de los tribunales superiores. Y lo patentizan los sucesivos escándalos por los “favores” y los negociados de presidentes y primeros ministros en beneficio de las corporaciones dominantes.
En definitiva, el Estado –escribió Gramsci–, “no puede tener límites jurídicos; no puede tener límites en los derechos políticos subjetivos, ni puede decirse que se autolimita. El derecho positivo no puede ser límite del Estado ya que puede ser modificado en cualquier momento por el Estado mismo en nombre de nuevas exigencias sociales” (Ob. Cit. El subrayado es nuestro).

El tiempo que llevan a las nubes al liberalismo burgués, los ideólogos imperialistas actuales descalifican a sus exponentes más democráticos, que expresaban al campesinado y la pequeña burguesía urbana radicalizados como Jean Jeaques Rousseau (Francia, 1712–1778), quien ejerció una poderosa influencia en el proceso revolucionario antifeudal. En su obra El contrato social, aunque partía de las ideas de Hobbes y Locke sobre un supuesto convenio entre los hombres salidos de su estado natural, hay gérmenes de materialismo histórico: la causa de la desigualdad social es, según Rousseau, la división del trabajo: y la desigualdad política es producto de la desigual distribución de la propiedad. El contrato social fue un programa de transformación revolucionaria de la sociedad feudal que inspiró el ala democrático– revolucionaria –los jacobinos– de la Revolución Francesa.
Al triunfar en 1789, esa revolución proclamó la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. En esencia: la abolición del régimen jurídico feudal, eliminando el privilegio y la superioridad según el nacimiento y estableciendo la igualdad de todos ante la ley.
Los representantes avanzados de la burguesía francesa creían instaurar el reino de la razón, la igualdad, la verdad y la justicia eternas. Pero las propias disposiciones de la Convención Constituyente evidenciaron, como no podía de ser de otra manera, las limitaciones de clase, burguesas, de los proclamados “derechos del hombre”. Por ejemplo, el derecho a votar y ser elegido se otorgó sólo a una minoría, pues los ciudadanos –aunque iguales ante la ley– fueron divididos en “activos” y “pasivos”. Varias revoluciones fueron necesarias para que la burguesía extendiera ese derecho a los proletarios, lo mismo para que les permitiera su libre organización sindical, ya que en 1791, por la ley Le Chapelier, la Convención también prohibió cualquier forma de asociación.
La historia muestra que todo Estado, aún el que emplea las formas más democráticas de gobierno es una dictadura: la dictadura de la clase dominante.