Cruzaba la calle pensativa, con una lentitud desprolija. Su pierna derecha, atravesada por una decena de clavos de titanio, la obligaba a realizar pasos casi ortopédicos. Ayudada por un bastón lleno de nudos, Elvira iba entretenida pero preocupada, algo hacía que su mente se nublara con pensamientos que quizá en otra oportunidad hubiera tildado de ocurrentes. Ahora no, no me van a joder más estos podridos, balbuceaba y volvía a intentar un nuevo paso tan costoso como el anterior.
A pesar de los años de convivencia con esa renguera, Elvira la sentía ajena y se rehusaba a pensarse como discapacitada. Nunca se olvidaría de las corridas de sus compañeros en el colegio cuando rodó una veintena de escalones hasta dar en el piso, ni mucho menos la sucesión de trámites y operaciones hasta que el Ministerio de Educación la declarase una jubilada por invalidez. Ese golpe la había convertido en un ser dependiente, sujeta a la solidaridad de los desconocidos que la ayudaban en la calle.
Sin embargo, se seguía dedicando pacientemente a la lectura de textos históricos con el mismo afán que en su vida laboral activa. Tenía unos cuantos rituales que entretenían su mañana: poner un ramito de perejil todos los siete a San Cayetano no sin echar, eso sí, algunos rezongos contra sí misma y dudando a estas alturas de su vida de la buena eficacia del santo hacia sus compatriotas. También, parte de sus quehaceres era desempolvar el retrato de Evita que tanto la había ayudado a ella y a su familia con una máquina de coser, una pelota para Hugo y un par de objetos más que conservaba como reliquia.
Acostumbraba a hablarle al cuadro mientras lo limpiaba, qué te han hecho madrecita le decía, estos se llenan la boca hablando de vos pero se equivocan, te usan estos hijos de perra. Le tenía un amor hondo, se sentía reflejada en aquélla mujer de cuerpo débil, ideas firmes y de un corazón con rostro de pueblo.
Elvira había sido docente de Educación Cívica y cada vez que tenía que hablar del voto femenino se le llenaban los ojos de lágrimas y despachaba a sus alumnos una biografía entera de Eva Duarte de Perón, la Evita del pueblo como le decía ella.
Al dar un nuevo e infructuoso paso, Elvira pudo darse cuenta que de la maraña de pensamientos que la venían ganando en su caminata, Evita tenía algo que ver. No sabía muy bien de qué se trataba pero podía distinguir una mezcla de nostalgia y de rabia.
Siempre, el hecho de votar había sido un acto gratificante para ella, una docente de cívica pedagógicamente correcta, agradecida a la madre de los descamisados de que las mujeres pudiesen votar en su país. Pero esta vez no era lo mismo, las boletas que llevaba ya dubitativamente elegidas le quemaban en su cartera.
Ella, Elvira Alvarez que siempre había ido a votar por más que el Estado no reclamara su sufragio como jubilada discapacitada, ahora se sentía atareada, irascible. Decidió su pierna más que su propia voluntad sentarse en un banco de la plaza a descansar por unos minutos para reponer fuerzas y seguir después con las dos cuadras que le faltaban para llegar a la escuela y abandonar allí los votos.
Una bandada de chicos se le acercó de inmediato, la rodearon con mirada curiosa, pidiéndole monedas, golosinas o cualquier cosa que me dea, señora. Elvira accedió con algunos caramelos media hora que guardaba en su cartera junto a los votos y en seguida entabló un diálogo fluido con los chicos que no dudaron en colgársele de ambos brazos.
Estamos acá con mi papá, aquél que está allá, cerca del fuego, irrumpió uno. Y yo estoy con toda mi familia, desde el lunes, estamos reclamando materiales para construir nuestras casas, dijo la que se presentó como Carolina –14 años– Barrio Industrial.
Sí, escuché por los medios sobre lo que están pidiendo, contestó Elvira ¿pero no les parece que son muy chicos ustedes para estar en la plaza?
Otro, tímido y entre mocos, con un dedo en la boca y casi como un experimentado dirigente no dudó la respuesta: si no luchamos, no tenemos nada.
Elvira calló. La respuesta del chico, tan corta y efectiva la obligaba a poner en discusión a la tonelada de libros de cívica e historia que había leído. Echó una mirada detenida a la plaza: una multitudinaria asamblea en un costado, algunos otros empeñados en hacer hervir dos ollas negras y famélicas, en el otro rincón cinco muchachos pintaban una bandera.
Tienen razón, les respondió firme, si no se lucha no se consigue nada, y volvió a convidar a los chicos con caramelos.
Desde un megáfono uno de los hombres que estaba en el área de la cocina pedía fervientemente leña y madera para el fuego: compañeros, si no traemos leña, las ollas no hierven más y si no hierven, no comemos. Se detuvo Elvira en la profundidad del pedido del hombre, sobre todo en el uso plural de los verbos, clara marca que exigía un esfuerzo conjunto para que luego la comida también sea repartida de modo equitativo.
Sin dudarlo, tras pedirle ayuda a los chicos para levantarse del banco se dirigió hacia el hombre del megáfono, ya la bandada de los chicos que la seguían se había hecho más numerosa quizá porque había corrido el rumor de que la señora que caminaba mal tenía caramelos media hora. Frente a frente con el hombre, se desprendió de su bastón ofreciéndoselo: es viejo pero arde igual. El hombre la miró desconcertado, no sabía a qué se refería y Elvira siguió: es para el fuego, lo escuché decir que necesitaba madera, tengo otros en mi casa, no se preocupe.
En señal de un confuso agradecimiento, el hombre le convidó con torta frita recién hecha y ahí nomás comenzaron a hablar como si se conocieran de años, cada uno ofrecía al otro su vida hecha de desgracias y luchas.
¿Y qué hace usted por la plaza?, le preguntó el hombre mientras apuraba el fuego.
¿Y qué otra cosa puede hacer una jubilada un domingo más que venir a la plaza?, le respondió con una sonrisa Elvira mientras abollaba los votos en su cartera, feliz y estremecida, pensando aún en Evita y en sus grasitas, los cabecitas negras de ayer y siempre llenando la plaza.