A las 8.30 del miércoles 22 de febrero, en plena hora pico, una multitud emprendía el camino hacia su lugar de trabajo, como todos los días. Sin embargo, ese miércoles, en un tren de Buenos Aires, la rutina estalló. Otra vez el dolor, la tragedia y la muerte enlutaban la vida de los argentinos.
A las 8.30 del miércoles 22 de febrero, en plena hora pico, una multitud emprendía el camino hacia su lugar de trabajo, como todos los días. Sin embargo, ese miércoles, en un tren de Buenos Aires, la rutina estalló. Otra vez el dolor, la tragedia y la muerte enlutaban la vida de los argentinos.
Es difícil hablar sobre el dolor, pero también es ineludible: es responder a una demanda social de justicia y a la necesidad de resolver los problemas que afectan las diferentes formas de la vida cotidiana y que al no ser afrontados exponen a nuestro pueblo al desamparo y dejan las puertas abiertas a nuevas catástrofes.
Sobre los 51 muertos y los cientos de heridos, sobre todos aquellos que por mucho tiempo no podrán borrar de sus mentes las imágenes, los sonidos y hasta los olores del horror, cayó un primer anatema: “esa costumbre de los argentinos de viajar en los primeros vagones”. Así, el Secretario de Transporte Juan Pablo Schiavi iniciaba, para este trágico caso que nos conmueve e indigna, el viejo y triste ejercicio de culpabilizar a las víctimas, mostrando de paso su absoluto desprecio por los trabajadores. En la conferencia de prensa en la que Schiavi volvió a aparecer, esta vez junto al Ministro de Planificación Julio De Vido, y en la que – como es habitual en la práctica comunicacional del oficialismo – no se admitieron preguntas de los periodistas, se anunció que el gobierno – en una estrategia de auto-victimización, tendiente a invertir la realidad de los hechos y a forjar el camino de su propia impunidad – se presentaría como querellante en la causa. Pocos días después la Ministra de Seguridad Nilda Garré reproducía la inducción de culpabilidad sosteniendo que Lucas Menghini, la última víctima fatal hallada en el mismo escenario de la masacre, viajaba en un lugar inadecuado. Las palabras inconcebibles pronunciadas por dichos funcionarios fueron apuntaladas por la Presidenta de la Nación en el acto de homenaje a la bandera, celebrado el lunes 27 en Rosario, después de varios días de inexplicable silencio. Cristina Fernández de Kirchner dijo entonces que el gobierno esperaría los resultados de la investigación judicial para tomar las medidas pertinentes, como si no fueran de público conocimiento el estado de abandono de los trenes de pasajeros y la cadena de corrupción vinculada a su concesión, que tiene nombres y apellidos. En el discurso de apertura de las sesiones parlamentarias atribuyó al pago de las deudas del corralito la insuficiencia de inversiones en el sector, ocultando la realidad de los subsidios millonarios que la concesionaria Cirigliano ha recibido durante los 8 años de gestión kirchnerista, y que provienen de las arcas del Estado.
Más allá de la falta de sensibilidad que puede inferirse del hecho de no haber rodeado de afecto y continencia a las víctimas y a sus familiares, el gobierno eligió tratar el tema desde un lugar de exterioridad, como observador neutral, silenciando lo fundamental: las responsabilidades conocidas, en particular la suya. Esta parece ser su marca registrada: cuando se trata de hechos flagrantes que contradicen su discurso épico “nacional y popular”, los silencia o enmascara. Así lo hizo con la sanción de la ley antiterrorista, o con las corporaciones mineras.
¿Es que el gobierno no se daba por enterado de las denuncias expresadas de las más diversas formas? No sólo hubo a lo largo de estos años estallidos populares espontáneos que daban cuenta del deterioro, del abandono que no garantizaba las condiciones básicas para el funcionamiento seguro del ferrocarril. También la Auditoría General de la Nación y los propios delegados de los trabajadores del Sarmiento habían alertado una y otra vez sobre los peligros que se cernían y que finalmente desencadenaron la tragedia. La inculpación del conductor, el supuesto “error humano”, tiene también el sentido de ocultar a los verdaderos responsables: la empresa TBA y el gobierno.
La política de vías férreas concesionadas a empresarios privados, iniciada por Carlos Menem, que provocó el despido de 80.000 trabajadores, la desaparición de decenas de pueblos y el saqueo del patrimonio nacional, se mantuvo sin variaciones hasta hoy. Distintas corporaciones se siguen beneficiando de las ganancias que producen los trenes de carga mientras que los subsidios estatales que tenían que ser destinados al mantenimiento y al funcionamiento eficiente y seguro de los trenes de pasajeros terminaron engordando los bolsillos de grupos amigos como los hermanos Cirigliano de TBA, cuya relación con el gobierno ha sido denunciada desde que se iniciaron los juicios al ex Secretario de Transporte Ricardo Jaime.
El desguace del Estado fue posible merced a las llamadas políticas “neoliberales” aplicadas en los ‘90, que profundizaron la desigualdad e hicieron que la precariedad, como forma de relación social, expandiera violentamente sus fronteras. Ese “modelo”, con su correlato en la cultura, la posmodernidad, no sólo apuntó al quiebre de solidaridades (sociales, laborales), potenciando la asimetría existente entre capital y trabajo, sino que fragmentó aún más la experiencia de los individuos, e insertó la vida en un horizonte signado por la inestabilidad, la incertidumbre, la indefensión y la falta de perspectivas en relación al futuro. La espesa trama de las distintas formas de corrupción e impunidad, que contó con la complicidad y la participación activa del aparato del Estado, multiplicó los peligros de la precariedad imperante: mayores riesgos laborales, grandes usufructos empresariales, transferencia de ganancias millonarias al exterior, reducción de costos, enorme deterioro de los servicios e imposición de condiciones indignas de trabajo.
Este estado de cosas transformó la vida de las personas en mercancías, en cuerpos sacrificables o desechables. Es en esta perspectiva que se inscribe la muerte de 7 operarios en la explosión de la fábrica militar de Río Tercero (1995), de 67 pasajeros de Lapa (1999), de 14 trabajadores en el yacimiento de Río Turbio (2004), de 194 jóvenes en Cromañón (2004), de las víctimas de trabajo esclavo en los incendios en talleres textiles en Buenos Aires (2006 y 2007), de 11 pasajeros en el accidente de Flores (2011).
En ese marco, la masacre de Once expresa de modo paradigmático un “modelo” cuya base fue impulsada por las reformas neoliberales de los años ’90, y que fue profundizada y consolidada, bajo diversas metodologías y alianzas, en los últimos diez años. No es una fatalidad ni un accidente, sino un crimen social largamente anunciado.
Plataforma 2012 suma su voz a los reclamos de los trabajadores ferroviarios, que exigen la urgente rescisión de la concesión a TBA, la re-estatización del ferrocarril con control de trabajadores y usuarios y el castigo a los verdaderos responsables de la masacre. ¡Que el crimen no quede impune!
4 de marzo de 2012