El llamado “modelo” por el kirchnerismo nunca atacó las bases de sustentación de la economía argentina, es decir el latifundio y la dependencia del imperialismo. Por eso uno de sus pilares fue el “dólar alto” (Guido Di Tella reclamaba “recontraalto” a inicios de la década menemista). Con dicho “dólar alto”, manteniendo los salarios devaluados, el “modelo” lograría aumentar las exportaciones, aunque ello sería principalmente en beneficio de los sectores de grandes terratenientes y monopolios imperialistas orientados a la producción para el mercado externo. Secundariamente, el “dólar alto” encareció las importaciones con lo que se producía un cierto beneficio a la producción para el mercado interno, pero no hubo una verdadera política de sustitución de importaciones con créditos a largo plazo y bajo interés para la pequeña y mediana empresa, que permitieran la inversión necesaria para un desarrollo sostenido de la producción de bienes de capital e intermedios imprescindibles para lograr una base independiente de la industria. Así las vedettes del “modelo” fueron la soja en el campo –fortaleciendo el latifundio y expulsando a miles de chacareros–, la minería en manos de los monopolios imperialistas, y los automotores en la industria, con más de un 80% de sus componentes importados.
Pero con el correr de los años, como ocurrió con las experiencias desarrollistas anteriores (siempre queriendo “desarrollarse” sobre la base del latifundio y los monopolios imperialistas), las posibilidades de sostener ese “dólar alto” se fueron agotando. Las superganancias de los monopolios imperialistas no eran reinvertidas sino que se iban al exterior bajo la forma de crecientes remesas de utilidades y dividendos (así como de pagos de regalías y de intereses de la deuda que las filiales de los monopolios imperialistas en el país registran con sus casas matrices), a la vez que la expansión de su producción requería de cada vez mayores importaciones. En tanto la política monetaria del gobierno para cubrir los pagos de la deuda externa y los subsidios indiscriminados (y la corrupción concomitante) fue alimentando una creciente inflación que fue dejando atrás el “dólar alto”, con el consiguiente freno al superávit comercial y aumento del déficit en otros servicios, como fletes y pasajes.
De esta manera, a pesar del extraordinario aumento en el ingreso de divisas por el crecimiento de las exportaciones y de los precios internacionales de los productos de origen agropecuario, el saldo superavitario de la cuenta corriente del balance de pagos con el exterior disminuyó drásticamente hasta hacerse prácticamente nulo en 2011. A su vez, el dólar ahora “barato” hizo que se acentuara su demanda para el ahorro (dado el creciente deterioro del peso) con un nuevo déficit en la cuenta financiera del balance de pagos con el exterior y una drástica caída en las reservas internacionales, que no fue mayor por el recurso del Banco Central a un nuevo endeudamiento externo de corto plazo por 5.000 millones de dólares como puede apreciarse en el cuadro respectivo.
Frente al evidente deterioro de ese pilar del “modelo” que era el dólar alto (y también del superávit fiscal y de los salarios bajos, que las luchas de los trabajadores lograron recomponer en parte pese a la licuación provocada por la política inflacionaria), desde mediados de 2011 y como parte de su campaña electoral, la presidenta Cristina Fernández juró y perjuró que jamás aceptaría “enfriar” la economía. Sin embargo, aún antes de asumir su nuevo mandato y sin reconocer que la mayoría de los “desajustes” son producto de su propia política económica (inflación, subsidios indiscriminados, distorsiones de precios, déficit energético y del transporte, etc.), sin mencionar la endemoniada palabra “ajuste”, empezó a tomar medidas que de hecho tienen ese contenido, llevando a un frenazo en el grueso de la actividad económica. Por cierto que no es un ajuste “ortodoxo”, en el sentido que se lo hace a través de una contracción monetaria sino manteniendo la política inflacionaria (modificación a la Carta Orgánica del Banco Central), al tiempo que se restringen los aumentos de salarios (topes a las paritarias) y se aplica un torniquete a la compra de dólares y a las importaciones, para obtener suficientes dólares –ya no por la vía de la expansión de la actividad económica basada en el “dólar alto” sino de la contracción con el “dólar bajo”–, con que pagar los vencimientos de deuda en esa moneda y cubrir el creciente bache del déficit energético, que requiere bastante más que el hacerse cargo de la administración de la vaciada YPF.