“Fíjese el observador en estas trastiendas de las modistas. Cuantas niñas pálidas, flacas anémicas de 6, 8 y 12 años, ocupadas en trabajos dedicadas de aguja, para lo cual se prestan estos deditos finos y flexibles tan maravillosamente. Allí están toda la vida durante doce y aun dieciséis horas al día; día tras día, semana tras semana, año tras año, haciendo el mismo trabajo, mecánicamente, estúpidamente”. Así denunciaba el periódico marxista El Obrero, a comienzos de los ’90 del siglo 19, el trabajo infantil, uno de los aspectos más ocultos de los avances del capitalismo en la consolidación de una Argentina oligárquica y dependiente.
Hacia 1903, se registraban, sólo en la ciudad de Buenos Aires, 12.119 trabajadores menores de 16 años de edad, en talleres, industrias, comercios, o como vendedores ambulantes, entre los que destacaron los “canillitas”. Este último sector se destacó por su número, y como era visible en las calles porteñas, se hizo notar. Desde el autor teatral Florencio Sánchez, que los hizo personajes de alguna de sus más famosas obras, al escritor anarquista Rafael Barret, y hasta José Ingenieros se dedicaron en particular a estos “chiquillos extenuados, descalzos, medio desnudos, con el hambre y las carencias de la vida retratados en sus rostros graves”, al decir de Barret.
El catalán Bialet Massé, en su Informe del estado de las clases obreras en el interior, describe el trabajo infantil en un taller mecánico de Tucumán donde encuentra chicos de entre 13 y 16 años, analfabetos que “trabajan de sol a sol, sin intervalos, con una hora para comer a medio día; los domingos hasta las once; y ganan 10 pesos al mes. Otro trabajo abusivo es el de las cigarreras. Se les exige la jornada de seis a seis con hora y media de descanso para comer. Hay en las cigarrerías niños y niñas de ocho a doce años a los que se paga de 6 a 7 pesos”.
A esto podemos sumar ejemplos de muchas otras ramas como las fábricas de bolsas, de fósforos, calzado, imprentas, etc., en las que se utilizaba menores de 14 años, sin contar el comercio, el servicio doméstico ni el trabajo a domicilio, donde los menores eran mucha más cantidad. Los menores y aprendices tenían salarios menores incluso que el de las mujeres, que ya cobraban menos que los hombres por igual trabajo.
Tan infame era esta explotación que hacia 1904 los obreros de la fábrica de chocolate Saint Hnos. libran una lucha para imponerle a la patronal “la prohibición absoluta de castigar corporalmente a los aprendices”.