Diana Fabio fue secuestrada un 6 de agosto de 1976, en una esquina de la Plaza Independencia en la ciudad de San Miguel de Tucumán, a plena luz del día. Tenía 22 años y era una activa militante del Faudi de la Facultad de Arquitectura y del PCR.
Pasaron 37 años y por primera vez pudo sentarse ante un tribunal que juzgue a una parte de los genocidas de la dictadura. Desde temprano familiares, amigos y compañeros fueron agrupándose en la puerta del Tribunal para acompañarla a dar testimonio.
Diana Fabio fue secuestrada un 6 de agosto de 1976, en una esquina de la Plaza Independencia en la ciudad de San Miguel de Tucumán, a plena luz del día. Tenía 22 años y era una activa militante del Faudi de la Facultad de Arquitectura y del PCR.
Pasaron 37 años y por primera vez pudo sentarse ante un tribunal que juzgue a una parte de los genocidas de la dictadura. Desde temprano familiares, amigos y compañeros fueron agrupándose en la puerta del Tribunal para acompañarla a dar testimonio.
Diana dio testimonio de su militancia universitaria. Contó que su primera detención fue ni bien ingresó a la facultad por defender el comedor universitario, ella fue liberada casi de inmediato por ser menor de edad, pero la lucha por la liberación de los restantes detenidos fue uno de los detonantes del Tucumanazo. Relató que en otra oportunidad fue detenida con otros compañeros en la puerta de la metalúrgica JAVA, por distribuir volantes llamando a los trabajadores a organizarse en cuerpos de delegados, que les permitan sobrepasar a las direcciones traidoras y abrir un camino de recuperación sindical como lo demostraba la experiencia del Smata cordobés dirigido por René Salamanca.
Con mucha valentía fue relatando al detalle su secuestro y cómo pasó de la Jefatura de Policía al CCD Arsenal Miguel de Azcuénaga. El silencio era total en la sala mientras ella relataba con crudeza la tortura a la que fue sometida, obligada a desnudarse ante los captores y sometida a la picana eléctrica sobre un elástico de cama. “La picana daba muchísima sed. Pedí agua, me tiraron agua a la boca ‘Con esto te iba a ir peor’ -le dijeron-. Y fue peor”. Con un nudo en la garganta los presentes iban secando sus lágrimas y mascullando el odio. Diana pudo reconstruir con claridad el lugar en el que estuvo detenida, una especie de caballeriza en la que cada detenido estaba en un casillero, en el piso y donde la comida se las arrojaban como a perros. Ella se aferró a la venda que cubría sus ojos como quien se aferra a la vida, con la convicción de que si les veía la cara a sus captores se iría su última esperanza de salir con vida de allí.
Contó acerca de “el Trencito”, que era la forma en la que los asesinos los llevaban a las letrinas: que había una soga que atravesaba el tinglado hasta la cual debían arrastrarse para poder aferrarse a ella y de esta manera los guiaban, siempre con los ojos vendados y ante la mirada de los guardias.
Cada vez que llegaban nuevos detenidos eran interrogados por los guardias ni bien entraban. Unos días después de que ella fuera llevada escuchó que llegaban dos detenidos, y ante la pregunta de los guardias respondieron Ana María Sosa y Ángel Manfredi, “Ángel dijo que era del PCR, y yo pensé a Ángel lo van a matar”. Contó que Angel era el secretario general del PCR de Tucumán y a su vez dirigente ferroviario de los talleres de Tafí Viejo y estudiante de Filosofía y Letras. Mirando por debajo de la venda pudo verlos y conversar con Ana. Ella había sido su profesora en la escuela Normal, “era maravillosa” dijo Diana. Pudieron conversar sobre cómo los habían secuestrado. Ana le contó que estaban organizando el día del niño en el Ingenio Concepción y que de una camioneta de la empresa bajaron los militares y se los llevaron, primero a la Jefatura de Policía y luego allí, a Arsenales.
Ya concluyendo su declaración dijo que cuando le informaron que la iban a liberar creyó que correría la suerte de los asesinados en Trelew. Volvió a conversar con Ana y le comentó que le habían dicho que la liberaban y que ella le “pidió que cuando saliera viera a sus hijitos.”
“Nunca testifiqué antes por temor y por la convicción de que era inútil”. El llamado de Diego Reynaga, hijo de Ana, la convocó a hacerlo, y por esas cosas del azar pudo ser escuchada por su otro hijo, Esteban, que recién llegado de España estaba presente en la sala.
Ante la pregunta del presidente del Tribunal de si tenía algo más para decir Diana dijo con firmeza: “espero que se pudran en la cárcel”, los aplausos no se hicieron esperar, fueron vanos los intentos del tribunal de hacer respetar el protocolo, luego llegó el momento de los abrazos, las risas, las lágrimas, los reencuentros.