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02 de octubre de 2010

Un homenaje para todos los artistas e intelectuales revolucionarios.

Nacida pa’ ser artista

Hoy 1206 / cuento

Para decirlo claramente, con la justeza literal que tienen algunas expresiones, la Chuchi  era una mujer culo inquieto. Nada mejor podría definir esa suerte de curiosidad innata, de afán husmeador que la caracterizaba. Desde temprana edad había hecho los cursos más dispares que cualquier ser humano pueda tener en su haber: cocina, telar, ikebana, jardinería y su última gran devoción: adiestramiento felino.
La temprana viudez la llevó a reemplazar de alguna manera la ausencia del marido por la
extraña particularidad de dar asilo a cuanto gato del barrio, huérfano o con dueño, se
acercara a su casa. Los animales ya sabían que en su hogar encontrarían el suyo propio y de este modo deambulaban por todos los cuartos, por las alacenas y hasta plastando las magnolias que se acolchonaban en el rincón del patio, detrás del limonero.
Cuando entraba en las bromas, se definía como una vieja que no se dejaba ganar por los achaques de la edad y mientras se ponía religiosamente la crema para las manos, afirmaba sin remordimientos que la compañía de los gatos era más gustosa e incluso mejor que la que le había propuesto su difunto marido: “no hablan, no molestan y son independientes”, les comentaba a sus vecinas que la miraban de reojo y con cierto recelo.
Lo cierto era que la Chuchi se había convertido en una institución dentro del barrio y por distintos motivos los comerciantes del lugar le tenían un especial cariño, a tal punto que en pleno pico inflacionario del tomate, el verdulero de mitad de cuadra se lo había dejado a tres con sesenta: “es perita, Chuchi, lindo, fresquito y barato sólo porque es usted”.
De madrugaba dormía como la liebre y un ojo abierto, otro cerrado saltaba de la cama al oír cualquier riña que los gatos pudieran ofrecer, casi como espectáculo para el resto que observaba desde el techo del ropero. En esas circunstancias, gracias a sus conocimientos recibidos en el curso de adiestramiento, la Chuchi permanecía como una observadora más porque sabía que lo peor era interceder e intentar separarlos, aunque como buena culo inquieto no podía con su genio y la mayoría de las veces los animales eran destinatarios de un gran baldazo de agua fría.
Llevaba con dignidad y entereza sus contradicciones: delantal y mate en mano por las mañanas, cama solar algunos días por la tarde porque más allá del color popular de su personalidad, “también viene bien tostarse un poco”, como le decía Raquel, su compinche, convenciéndola de que la cama solar no era tan mala como decían algunos y que además ningún
vecino podría comentar nada porque ella era dueña de sus decisiones.
Atenta a los movimientos del barrio, llegó a sus oídos de que a unas cuadras de su casa
se había abierto un centro cultural y dispuesta a ofrecer sus mejores bondades se dirigió al lugar.
Los chicos le parecieron “de-li-cio-sos”, término que utilizaba cuando algo excedía lo
esperado y se llenó la boca con expresiones como “qué lindo que estén en el barrio”, “la
gente necesita esto”. No acabó de pronunciar su decisión de volver a visitarlos cuando ya se encontraba de nuevo allí, esta vez con algunos regalos generosos como unas masitas, licores de elaboración personal y dos macetas desvencijadas con pálidos malvones.
Poco a poco, el centro cultural logró cautivarla, no sólo por la atracción que siempre le había generado el arte sino por esa especie de cariño que se despierta en la gente cuando algo nuevo nace y los contempla. De vez en cuando se aparecía con algunos de sus gatos y entablaba extensas charlas sobre los beneficios de tener dichos animalitos en un hogar,
que no sólo servían para ahuyentar ratones sino como una terapia sanadora, además del
concebido acompañamiento que propinaban. No demoró en anotarse para la organización de cualquier evento que se propusiera en el
centro cultural, sobre todo en las cuestiones que requerían algún desempeño manual y de este modo, lo que en un primer momento podría definirse como ayuda se fue transformando en compromiso, a tal punto de que su presencia fue más que estimable por todos.
A medida que la confianza iba haciendo lo suyo, la Chuchi se fue convirtiendo para la
mayoría en una suerte de abuela postiza y gracias a la espontaneidad de sus consejos nacidos de la experiencia más que de un recetario, algunos no dudaron en confesarle sus historias de vida.
A veces decía no entender lo que los otros discutían y a menudo agarraba alguno al azar para preguntarle qué era un “frente” o qué era eso de “política cultural” y ni bien se la adentraba en el tema era capaz de plantear profundos debates porque si bien la Chuchi no había nacido para ser política, como ella decía, sus años de calle y entrenamiento popular la convertían en una persona astuta, apta para manejar con una exquisita cintura los conflictos más duros que pudiesen presentarse. La frase oída que más le había gustado era una que decía algo así como que se abran cien flores y que cien ideas se discutan allí porque “hermosa y metafórica” tal cual la había descrito, la remitía de inmediato a entrar
en el tema del curso de jardinería que cierta vez supo hacer, ni bien enviudó.
En la fiesta de fin de año no hubo uno que no pidiese que la Chuchi dijera algunas
palabras para los amigos presentes. Sin hacerle casi lugar al ruego –porque por algo era una mujer decidida y de armas tomar– se dirigió al micrófono: “estos chicos han sacado lo mejor de mí y gracias a ellos encontré un lugar”, empezó diciendo. El público la escuchaba atento, atiborrando con aplausos las frases más sentidas mientras ella mechaba expresiones como “la importancia que tiene trabajar unidos”, “el placer de sentirse protagonista” y un par de frases dichas no sin picardía hacia el Estado.
Sin ruborizarse bajó del escenario y mezclándose entre la gente, saludaba a unos y a otros, feliz como sólo puede estarse en esos momentos porque era un logro suyo y del pueblo, porque había entendido ahora que ella, la Chuchi, era del frente y que a esa camiseta no había quién se la saque.