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23 de enero de 2024

En el centenario del fallecimiento del líder de la Revolución Rusa

Recuerdos sobre Lenin

El 21 de enero se cumplieron 100 años del fallecimiento de Vladimir Ilich Uliánov (Lenin), el líder de la Revolución Rusa y continuador de la doctrina de Marx y Engels en las nuevas condiciones del mundo a comienzos del Siglo 20. Para recordarlo, reproducimos extractos de los Recuerdos sobre Lenin escritos por la gran revolucionaria alemana Clara Zetkin.

En estas horas difíciles, en que cada uno de nosotros siente angustiosamente, con hondo dolor personal, que hemos perdidos a alguien insustituible, se alza resplandeciente, pletórico de vida, el recuerdo de momentos en los que vemos traslucirse como en una llamarada, a través del gran guía, al gran hombre. La conjunción armónica de la grandeza del guía y de la del hombre acuñaba la figura de Lenin y le ha “atesorado para siempre en el gran corazón del proletariado mundial”, para decirlo con las palabras con que Marx ensalzaba la gloria de los luchadores de la Comuna de París. Pues los trabajadores, los sacrificados a la riqueza, los que, como el poeta, no conocen esa “postiza cortesía de Europa” -es decir, las mentiras y las hipocresías convencionales del mundo burgués-, saben distinguir con fino y sensible instinto lo auténtico de lo falso, la grandeza sencilla y la vanidad afectada y ampulosa, el amor de quien se consagra a ellos con el sacrificio de su vida y con la voluntad ardiendo en el afán de realizaciones y la postura de quienes vienen a su campo buscando una popularidad en la que sólo se refleja un deseo necio de fama.

Siempre me ha repugnado sacar a la publicidad cosas personales. Pero hoy considero un deber estampar aquí, extraídos de lo íntimo de mis recuerdos personales, algunos asociados a nuestro inolvidable guía y amigo. Deber hacia quien, por la teoría y por el hecho, nos enseñó cómo la voluntad revolucionaria puede moldear conscientemente los fenómenos necesarios y preparados por la historia. Deber hacia aquellos a quienes se consagraban su amor y sus actos; hacia los proletarios, los creadores, los explotados, los esclavos del mundo entero, a quienes su corazón abrazaba, compartiendo sus dolores y en quienes su idea indomable veía los luchadores revolucionarios, los constructores de un nuevo y más alto orden social.

Fue en los primeros días del otoño de 1920 cuando volví a encontrarme con Lenin por vez primera desde que la revolución rusa había comenzado a “estremecer el mundo”. Fue, si mal no recuerdo, inmediatamente de llegar yo a Moscú, en una asamblea del Partido, que se celebraba en la sala Sverdlof del Kremlin. Lenin no había cambiado nada, apenas había envejecido. Hubiera jurado que aquella chaqueta, pulcramente cepillada, era la misma modesta chaqueta con que le había conocido en 1907, en Stuttgart, en el Congreso mundial de la Segunda Internacional. Rosa Luxemburgo, con su ojo certero de artista para todo lo característico, me señaló a Lenin, diciéndome: “¡Fíjate bien en él! Es Lenin. Observa su cabeza voluntariosa y tenaz. Es una cabeza de aldeano auténticamente rusa, con ligeras líneas asiáticas. Esa cabeza se ha propuesto derribar una muralla. Acaso se estrelle, pero no cederá jamás.”

Ahora, en el Kremlin, la actitud de Lenin y su modo de comportarse eran los mismos, los de siempre. Los debates hacíanse de vez en cuando agitados y turbulentos. Lenin se distinguía, como se había distinguido siempre en los Congresos de la Segunda Internacional, por el modo de observar y seguir atentamente los debates, por su gran serenidad y por aquella calma, segura de sí misma, que era concentración, energía y elasticidad interiores reconcentradas. Así lo atestiguaban, de vez en cuando, sus interrupciones y observaciones y sus largos análisis, una vez que tomaba la palabra. Nada notable parecía escapar a su aguda mirada y a su claro espíritu. Durante aquella sesión -como después, en todos su actos- me pareció que el rasgo más saliente del carácter de Lenin era la sencillez y la cordialidad, la naturalidad de su trato con todos los camaradas. Y digo “naturalidad”, pues tenía la sensación firme de que aquel hombre no podía comportarse de otro modo. Su conducta para con todos los camaradas era la expresión natural de lo más íntimo de su ser.

Lenin era el jefe indiscutido de un partido que había marchado a la cabeza de los proletarios y los campesinos, trazándoles el camino y señalándoles los derroteros en su lucha por el Poder, y que ahora, sostenido por la confianza de estas masas, gobernaba el país y ejercía la dictadura del proletariado. En la medida en que puede serlo un individuo, Lenin era el guía y el caudillo de aquel gran imperio transformado por la revolución en el primer Estado obrero y campesino del mundo. Sus ideas, su voluntad resonaban en millones de hombres, dentro y fuera de las fronteras de la Rusia soviética. Su criterio pesaba con fuerza decisiva en toda resolución, de importancia dentro de este país y su nombre era símbolo de esperanza y de liberación donde quiera que hubiese explotados y oprimidos. “El camarada Lenin nos lleva hacia el comunismo, y afrontaremos, por duro que sea, cuanto haya que afrontar”, declaraban los obreros rusos que, acariciando en su alma un reino ideal de humanidad suprema, corrían a los frentes, sufriendo hambre y frío o luchaban entre dificulta- des indecibles por la restauración de la industria. “No hay que temer que vuelvan los señores y nos arrebaten las tierras. El padrecito Lenin y los soldados rojos nos salvarán”, exclamaban los campesinos. “¡Viva Lenin!”, se leía en las paredes de más de una iglesia italiana, como grito entusiasta de admiración de algún proletario que saludaba en la revolución rusa la vanguardia de su propia emancipación. El nombre de Lenin congregaba, en América, en el Japón y en la India, a todos los que se rebelaban contra el poder esclavizador de la riqueza.

Y, sin embargo, ¡cuán sencilla, cuán modesta era la figura de aquel hombre que tenía ya detrás de sí una obra histórica gigantesca y sobre cuyos hombros pesaba una carga agobiadora de confianza ciega, de terrible responsabilidad y de trabajo sin fin! Lenin se hundía y se perdía por entero en la masa de los camaradas, confundiéndose con ellos, como uno cualquiera, como uno de tantos. Ningún gesto, ningún movimiento que le destacase sobre los demás como una “personalidad”. Su personalidad auténtica y legítima no necesitaba esos adobos. Desfilaban incesantemente mensajeros con noticias y avisos de las más diversas oficinas, de autoridades civiles y militares. Noticias contestadas muchas veces con un par de líneas escritas sobre la marcha. Lenin tenía para todos una sonrisa o un afectuoso movimiento de cabeza, cuyo reflejo era siempre una cara resplandeciente de alegría. Durante los debates, eran frecuentes los cambios de impresiones en voz baja con camaradas dirigentes. En los descansos, caían sobre Lenin verdaderas avalanchas. Camaradas de ambos sexos de Moscú, de Petrogrado, de los más diversos centros; jóvenes, muchos jóvenes, le cercaban. “Vladimir Ilich, haga el favor…” “Camarada Lenin, no puede negarse …” “Sabemos de sobra, Ilich, que usted …; pero…” Los ruegos, las preguntas, las proposiciones zumbaban como un verdadero enjambre.

La paciencia de Lenin para escuchar y contestar era inagotable, verdaderamente maravillosa. No había cuidado de partido ni dolor personal que no encontrasen en él un oído alerta y un consejo afectuoso. Pero lo más hermoso de toda era su modo de tratar a los jóvenes. Hablaba con ellos como un camarada más, libre de toda pedantería escolástica, sin pensar nunca, ni por asomo, que la edad fuese por sí sola una virtud insuperable. Lenin se movía entre los jóvenes como un igual entre iguales, unido a ellos por todas las fibras de su corazón. En él no había ni rastro de “hombre de mando”; su autoridad dentro del partido era la de un padre ideal a cuya superioridad se sometía todo el mundo, con la conciencia de que aquel hombre sabía comprender y ser comprendido.

 

Hoy N° 1995  23/01/2024