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06 de octubre de 2021

Falleció nuestro querido compañero y amigo

Aldo Castagnari

Cuando a alguno de nosotros nos agarró la mala, sobre todo la mala mala, había un compañero que sabíamos que estaba siempre disponible: Aldo Castagnari, médico oncólogo. Con palabras sencillas, con algún chiste, nos alumbraba el camino. Muchos sentimos que le debemos la vida.

Aldo dejó huellas en los que lo conocimos, por su coherencia, su capacidad, su honestidad intelectual, su espíritu solidario, su lealtad a su ideología expresada en su modo de vivir. Dejó enseñanzas para los jóvenes y los actuales maduros.

A su compañera Hilda, a sus hijos, vaya para ellos un gran abrazo. También a sus amigos de aquellos años 60 y 70 de la Facultad de Medicina, y a los muchos otros que fue sumando.

Nada mejor, para recordar a Aldo, que sus “palabras no dichas”, cuando recibió “el reconocimiento a su dedicación y trayectoria en la profesión médica” del Círculo Médico de Lomas de Zamora. Son palabras que muestran a los estudiantes, a médicos jóvenes y maduros, el camino de un médico del pueblo.

 

Una historia y las deudas

No somos un producto de generación espontánea; no soy un “self made man”, soy el producto de una historia y tengo deudas del intelecto y del corazón.

Estoy agradecido a mi papá: el carpintero italiano que escapando del aceite de ricino del fascismo, vino y se quedó.  A mi mamá por su paciencia y perseverancia conmigo, a mi señora que durante 42 años me “bancó”, tal como soy.

Pero si algo modeló mi forma de ser médico debo agradecer a algunos mentores de vida: Luís E. Camponovo era profesor en el Clínicas y titular de Farmacología. Era, además, un médico de barrio en Caballito.  Era nuestro médico de familia.  Nuestra pobreza debió ser perceptible pues nunca nos cobraba la visita.  Decía a mi viejo: “yo le doy lo que sé hacer y Ud. me paga con lo que sabe hacer. Mire, aquí tengo una silla rota que era de mi mamá y…”  Y allí salíamos del consultorio con una silla que mi viejo reparaba y devolvía a la semana.  Esto, dejo impronta.

Debo agradecer a la Universidad “gratuita y abierta al pueblo”.  La del 60 al 65. Alto nivel académico. Me otorgó una beca de “apoyo a familia careciente” con lo que me banqué los últimos tres años de carrera: ¿Cuánto pueblo pagó impuestos para que yo, uno de ellos, pudiera estudiar? Allí mi consejero de beca era el Dr. Mariano Celaya, profesor de medicina interna.  Había sido rector del Normal Mariano Acosta, donde hice mi secundaria.  Nos reuníamos en su consultorio después de repasar mi “performance” en la carrera, me decía: ¿Leyó este libro? Y ahí me daba Romain Rolland, Malraux, Sinclar Lewis, Borges… Si tengo un costado humanístico, se lo debo a él: “Leer lo va hacer mejor persona, a entender mejor a los pacientes, a comunicarse mejor”. Esto, dejó impronta.

 

Servir a los más que menos tienen

Mis apetitos sociales se alimentaron de profesores como Florencio Escardó y Carlos Gianantonio.  El dispensario pediátrico en Dock Sud… Aparte del conocimiento había que “servir a los más que menos tienen”, a honrar la deuda tácita contraída, sin marketing detrás.

También mamé de gente como Alfredo Lanari (Instituto de Investigaciones Médicas), de Aldo de Paula (Hospital Rawson Pabellón Olivera), de Roberto L. Estévez (Cátedra de Oncología) y de Gladis Iparraguirre (Hospital de Oncología de Lanús). Con ellos aprendí el trato con el paciente. Lanari decía: “Escuche al paciente: le está hablando la enfermedad a Ud.” Con todos ellos –aparte de la información médica – aprendí las “bed side manners” (buenas maneras), (Lanari) el comportamiento al pie de la cama. El respeto por el individuo, comprensión, confianza e interés. Aprendí que lo universal abstracto se expresa a través de lo individual concreto (como diría Hegel y uno de sus discípulos). Que las 50 páginas sobre cáncer de pulmón están aquí, al otro lado del escritorio, y no es una cosa. Ellos también dejaron su impronta, en épocas en que los “derechos del Paciente” no estaban en letras de molde.

En la facultad, en años poco apacibles, y yo era un joven poco apacible, de otros aprendí que el “arte de curar” es un trabajo, un laburo, como cualquier otro trabajo socialmente productivo. Que somos “laburantes” de la medicina con mayor o menor conciencia, fortuna y fama.  Aunque la apariencia sea distinta, lo reconozcamos o no, la esencia es ésa.

 

El engranaje de una maquinaria

Tal vez debamos agradecer –si es que la medicina gerenciada no lo impide– que todavía sea el nuestro, un trabajo que conserva remanentes de no alienación (no enajenación), humanos.  Es que todavía podemos ver y entender y recapacitar sobre el resultado de nuestras acciones (esto se llama evolución del paciente, reconocimiento de los allegados, respeto de los colegas, etc.).

Somos un engranaje en la maquinaria de la medicina moderna pero todavía, pasa que entre mi acción y el producto, me reconozco en él.

Esto es lo que diferencia a nuestra profesión de una industria.

Quiero destacar que el 90% de todo este aprendizaje lo he realizado en el Hospital Público. Reivindico al Hospital como el lugar de la medicina como servicio en su máxima expresión. A él he dedicado toda mi carrera profesional.

El Hospital es el centro de toda real asistencia médica.  Es la fragua de la docencia y de la investigación. En esta idea–fuerza me formé y creo haber influido en ese sentido en el equipo humano del HZEO. Nunca he tenido intereses privados que sobrepasen mi vocación hospitalaria. No tuve nunca conflicto de intereses en ese sentido. Siempre estuve en este lado del escritorio, en el consultorio. Jamás confundí el límite entre lo público y lo privado. Entre el servicio y el gerenciamiento impersonal donde el “otro” pasa a ser la “cosa”.

 

Una historia dialéctica

También debo agradecer a los que me enseñaron que la medicina tiene una historia dialéctica; todo se desarrolla y desaparece. Y creo que en este libro que dono al museo del Circulo Médico, tenemos un ejemplo.

Es un libro italiano de farmacología de 1852. Toda la farmacología de la época está en sus 300 páginas.

“Sic transit gloria mundi” decían los romanos, así transcurre la gloria del mundo. “Todo verdor perecerá. Todo lo sólido de desvanecerá en el aire”.

Cuando dentro de 50 años digan: “Mirá en el 2007 estudiaban farmacología en libros de, apenas, 1.500 páginas o toda la farmacología estaba en ‘x’ giga”. Cuando digan eso, nadie se acordará del granito de arena que con nuestra actividad profesional estamos aportando en este instante. Pero con nuestra “praxis” de hoy, más gente llegará al 2057 para poder decir eso.

En resumen, tal vez haya actuado como lo hice por un egoísmo secreto: quizás sólo haya tratado de salvar mi espíritu de puntillas, de contrabando, junto con él de los más humildes, cuando llegue el momento del juicio de la historia, de los colegas y de los míos.

Y al final me queda una vanidad existencial: “¿Estaré en la lista de reconocimiento de alguno de mis pares?”.

Los que hayan llegado hasta aquí con la lectura, deberán reconocer otro motivo para no haber dicho estas palabras, es demasiado largo: es que tengo deudas con mucha gente.

 

Hoy N° 1884 06/10/2021