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02 de octubre de 2010

Alzando voces y asuntos dormidos

Hoy 1231 / Casilda Chazarreta

Cuando Casilda ingresó como muchacha, la Nely Pedraza, de los Pedraza Díaz regenteaba aquel caserón familiar en la capital santiagueña.
Los pisos lisos, “brillantes como si fueran de loza”, la impresionaron hasta la mudez. Así vivían los patrones de su padre, a quienes ella había oteado a distancia y hurtadillas, cada verano cuando los Pedraza vacacionaban en sus tierras de Paaj Muyu.
La joven, como pidiendo permiso, deslizó las zapatillas con delicadeza, encogiendo los dedos por temor a pegar un resbalón. La patrona la recibió displicente y prestancia abolengosa… “Y me llevó largo… Una escalera, un hall, otra escalera, otro hall… ¡Era una casa que no terminaba más! Un patio ahí dentro, otro pasillo y otro patio al fondo… ¡Como una cuadra de largo! La Nely iba adelante taconeando. Casi en el fondo, llegamos a una puerta vaivén y me dijo: ‘Ezzzte va a zzzzer tu reinado…’ “¿Cual era? ¡La cozzzina! –apostrofa Casilda entre embroncada y socarrona.
“Tengo 59 años y me acuerdo de esa hija de su madre. Yo, que iba a ser máestra me mandó a reinar la cocina –reprocha tocada por el lejano episodio. Lo evoca desde su propia cocina, tan cálida como ella y su gente. La casa de Casilda, enclavada en un barrio proletario de Fernández, es baja y blanca. “Un plan que mandó a hacer el Tata Juárez”, comenta. Hogar de puertas abiertas, con amigos que van y vienen todo el día. La anfitriona que prodiga ternura fácilmente, tiende sus brazos a todos. Gozando los días de maestra recién jubilada, se deja llevar por los recuerdos.

Y me ponen Casilda
“Soy hija de Antonio Chazarreta, quichuista, carrero, y de Estela Mansilla de Sumampa, que no es zona de quichuistas, eso nos solían contar. Nací un 10 de abril en Punta Pozos, lugar de este departamento de Avellaneda, que no conozco porque nunca he vuelto. Y me ponen Casilda por el santoral, que era usanza poner el nombre que aparecía en el almanaque. Varios de mis 9 hermanos fueron nombrados de tal modo. Como mi papá era carrero, de trasladar leña y carbón, hemos andado rotando por los pueblos o regiones como le llamaban ellos.
“El tenía su flota de carros y sus peones. Luego he sabido que un hombre de aquí solía presentarse: ‘Soy Fulano Montiga, castigador de Antonio Chazarreta’. ¡Castigador era un oficio! Era quien castigaba las mulas de un carrero. En Paaj Muyo vivo hasta los 6 años. Porque mi papá siempre decía: ‘mi hija va a ser maestra’. Pero no quería que fuera a la escuela de ahí porque quedaba a 3 kilómetros.

Niñera
“Al tiempo, en segundo o tercer grado, me mandan a Santiago con una familia, para cuidar chicos. Me acuerdo, unas casas enormes… Cada tanto mi mamá iba a la ciudad con unos canastos y vendía cabritos. Entonces me visitaba y yo, como extrañaba tanto, la seguía llorando por las calles y no paraba hasta que me traía de regreso con ellos. Así cada vez que veía a mi madre.
“En una de esas lloradas triunfales que lograban conmover a mi mamá, la patrona, que me había comprado pollerita a cuadros, blazer, zapatos de charol con hebillitas y medias tres cuartos…, me quitó todo. ¡Es el día de hoy que me acuerdo de aquella ropa! No era por buenos sentimientos que me habían comprado aquello, sino para tener reluciente a la niñerita.

A los tirones
Con humor detalla su llegada a la casona de los Pedraza Díaz. Y el recibimiento de esa patrona tan petulante como seseosa quien aspiraba coronarla reina de la cozzina. “Me inscribió en el liceo de señoritas. A la mañana hacía de mucama y cocinera, a la una entraba a la escuela. Siempre anduve a los tirones con la patrona, y nunca me quedé callada. Una vez no me quiso recibir la comida porque olvidé el pozzzafuentes. Le chanté la olla en el piso…
“Como requería más de mis servicios, me pasó a la escuela nocturna. Traviesa era yo. Un día me ponen 25 amonestaciones y quedé libre. Entonces me peleo con la patrona, tomo un colectivo y vengo a Fernández que era el único lugar donde había secundario cerca de Maaj Muyu. Pido el pase y le digo a mi mamá: yo me voy a estudiar a Fernández, dónde voy a vivir no sé. Mi mamá apechugó y pagó una pensión. Sería el 67. Me recibo al año siguiente, pero mi padre en ese interín fallece y mi mamá es reclamada por mis hermanos que ya se habían ido a Buenos Aires. A Laferrere. Hasta las gallinas nos llevamos.

En el Gran Buenos Aires
“Salí a buscar trabajo. Había fábricas textiles a montones y trabajé en ellas. En el ‘70 me caso pero no teníamos donde vivir. Así que dejé de ser obrera industrial y me metí en el servicio doméstico, como muchacha de los Fernández Belloq. En un palacete con esos techos imponentes, que cuando en la escuela hemos leído Blanca Nieves yo les llevaba las fotos y les decía a mis niños ‘no se crean que es todo cuento. Los palacios existen, nada más que siguen siendo inalcanzables, una fantasía para los pobres’. En el 76, regresamos a Fernández, ya embarazada de una segunda hija y con mi hermanita menor que la he criado. Y aquí empecé a trabajar de maestra, porque la señora de la pensión donde había vivido, me ha inscripto todo los años sin que yo supiera. Ya no recordaba ni cómo se hacía una división, he tenido que estudiar de nuevo.

Sabiduría colectiva
“Cuando conozco el Flaco Lund hago una gran amistad. Casi hermanos, nos hicimos. El era secretario del PCR. Ahí empiezo a militar yo, una vez que me separo de mi marido con quien tuve 3 hijas. Después me junto con otro hombre y tengo otras 3 hijas ¡Pero me va mal también! Fue un período en el que me aíslo, porque ese hombre era violento, golpeador. Y es natural que las mujeres cerremos puertas y ventanas para que no oigan los demás. Pero tengo que decir que mis compañeritas del Partido siempre han estado cerca respetándome mucho mi proceso. Y un día me convencen para que vaya a un Encuentro de Mujeres. El no quería. Yo tenía las tres hijitas chicas, pero me escapo con ellas y voy. Se hacía en Buenos Aires. ‘Me voy a inscribir en el taller de Mujeres y Educación, porque yo soy maestra’, he pensado. Llego, allá leo la lista de talleres y me tintinea uno: Mujer y Violencia. Ahí nomás voy, corrijo y me meto en ése. Me he pasado 3 días llorando porque todas las mujeres que contaban cosas hablaban de mí. Yo no dije una palabra, lloré nomás. A la vuelta, en el micro, voy reflexionando: ¡Qué injusto! Cómo voy a estar viviendo todo lo que vivo, consintiéndolo… Y mi compañera que me dice: “bueno, llegá y planteale que se vaya”. Como a las 6 de la mañana llegamos a Fernández, voy a mi casa. Abrí la puerta decidida, yo que siempre había tenido terror de abrir esa puerta porque temía sus escándalos. Y le digo: ‘vengo a darte plazo, para que te vayas de mi casa’. Dos meses le di. Así, sin leyes, sin abogado sin nada, solo porque yo había resuelto que no tenía sentido que viviera en esta casa.
Por eso siempre digo que la cabeza de la mujer que va a los Encuentros, es distinta de la mujer que vuelve. Es esa sabiduría colectiva en la que uno abreva”.
Y Casilda volvió a militar en su PCR que describe convincente “como una luz maravillosa para luchar. Y siento un orgullo hermoso al decir que formo parte”. Admite: “Antes, la política ni me iba ni me venía. Pero por suerte tampoco tenía la cabeza ganada por los patrones. Ya me había dado cuenta al trabajar en el servicio doméstico. Chocábamos con mi hermana. Ella los embellecía. Muchos veranos me he ido a Buenos Aires con mi hermana para trabajar con estos ricos, a veces en sus casas de la costa. Sabía ganar más que de maestra. Cuando leo los escritos de Otto Vargas y aparecen aquellos apellidos, pienso “a éste lo conozco”.

Y vienen con su cantar
Al narrar con entusiasmo su participación en el trabajo cultural, Casilda recuerda el día que llegó a Fernández una compañera tucumana y les propuso “¿por qué no hacen un encuentro de vidaleros?” Así llegó la organización de los Encuentros de vidaleros y quichuistas “que ya van más de 10, creo”, el anexo de la cátedra de quichua dependiente de la Universidad de Santiago, el inicio de Sapiyman (hacia mi raíz).
Casilda revela un dato propio y sorprendente: “Cuando comienzo a estudiar quichua me digo cómo es que no lo he sabido entender antes. Todavía no me acordaba. Lo primero que hago es comprarme un diccionario y al leer las definiciones sentí que las había sabido. De noche me asaltaba una palabra, me levantaba e iba corriendo a fijarme en el libro. ¡Y existía! Fue un camino sin vueltas que me ha llevado a encontrar lo que tenía escondido en mi memoria. Este cerebro nuestro cómo es de complejo. Allí guardaba el quichua y nunca me había permitido reconocerlo. Ha sido un descubrimiento maravilloso. Por qué tenía olvidada esta lengua sigue siendo un interrogante. No puedo decirte que escondía mi cultura porque no era consciente de ella, no había pensado nunca en ese asunto. Además sentí bien rápido un orgullo. Claro, hay un detalle importante: de niños, en mi casa nos han prohibido que habláramos el quichua. Era cosa de ignorantes. Podían llegar a castigarnos si lo hacíamos. Pero mientras tomaba la teta, mientras gateaba, mientras no sé que…, oía hablar quichua, yo”.
Y le brincan los ojos entre alegres y también pícaros a esta santiagueña, de vida dura, entrañable y dulce como mishki. Hoy es una de las voces del programa de Sapiyman, la misma que ha vibrado con alegatos terruñeros en el Alero Quichua o arengando a cientos de santiagueños en alguna marcha de los bombos.
No, no era la cocina. Muy otro había sido el reinado de Casilda. Este de alzar voces y asuntos dormidos. Saberes sencillos que llegan como hondo rumor del monte y su gente sufrida. Rescoldo lindo el que ha encendido. Anunitay Cashi.