Hace menos de tres meses, el 22 de mayo en Shanghai, Yi Gang, el segundo ejecutivo más importante del Banco del Pueblo de China, en una reunión a puerta cerrada con funcionarios, académicos, empresarios e inversionistas, descartó que el gobierno tuviera necesidad de recurrir a una medida tan drástica, como una devaluación del yuan. Según The Wall Street Journal, Yi les dijo a los congregados que China tenía un superávit comercial “muy grande”, suficiente para sostener el valor de la divisa.
Sin embargo, en la madrugada del martes 11 de agosto China tomó de sorpresa al mundo anunciando una devaluación de su moneda, el yuan o renminbi, tras haberse conocido la semana anterior que sus exportaciones habían caído un 8,3% interanual en julio.
La decisión china produjo un shock en el mundo pues, aunque el Banco del Pueblo de China (BPC) sólo hizo caer 1,86% el yuan frente al dólar estadounidense (de 6,2298 a 6,1162), se trató del mayor ajuste nominal en su moneda en un día en casi 21 años y desató toda clase de especulaciones sobre el estado de salud real de su economía, considerándosela como un intento algo desesperado de recuperar competitividad.
Pero la devaluación del yuan chino no terminó el martes, sino que siguió el miércoles y el jueves hasta convertirse en un 4,7%, con los consiguientes sacudimientos diarios en los mercados de monedas y financieros –y de las materias primas (agrícolas y minerales) y del petróleo–, no sólo en Asia sino en todo el mundo.
El debilitamiento exportador de China –todavía con un importante superávit comercial–, se da con una cuenta corriente (que incluye las exportaciones e importaciones de servicios), que ha dejado de ser positiva para estar en equilibrio, y hasta con un leve déficit, debido al incremento de los gastos de servicios, especialmente por turismo. Además, la cuenta de capital también tiene un saldo que ha pasado a ser negativo, porque las salidas de capital por inversiones de empresas chinas en el exterior ya superan los ingresos de inversión extranjera.
La devaluación instrumentada por el BPC es la más importante desde que el país introdujo en 1994 –tras una fuerte devaluación– el nuevo sistema de cambios, que llaman de “flotación administrada”. Con el mismo lenguaje filisteo que utiliza aquí el kirchnerismo, en vez de llamarla devaluación dicen que se trata de una “corrección puntual”, como llamó Kicillof a la brusca devaluación de enero de 2014.
Primeros efectos
La devaluación china podría permitirle recuperar las exportaciones que venía perdiendo, pero también encarecerá sus importaciones y deprimirá los salarios y su consumo interno en general. Además, encarece en yuanes las deudas en moneda extranjera de las de las empresas en China (privadas y estatales) que hoy exceden los 800.000 millones de dólares (ver “Tormentas en tres continentes”, en hoy, número 1579).
A esto hay que agregar el derrumbe bursátil por el impacto que podría tener en el nivel de actividad. El auge bursátil se financió con endeudamiento de inversores privados y la caída pone en riesgo la solvencia de los mismos y la confianza del resto en el mercado.
Estos y otros desequilibrios de la economía de China fueron reconocidos por el propio presidente Xi Yinping, al plantear que la prioridad era la estabilidad frente al llamado programa de reformas. Pues la medida de promover las exportaciones a través de una devaluación es contradictorio con el objetivo del programa planteado hace un par de años de pasar, de un crecimiento basado precisamente en las exportaciones y la inversión, a uno que priorice el consumo interno y la inversión exterior (más propio de la expansión imperialista, a la que se ha volcado francamente la burguesía capitalista monopolista de China).
La devaluación del yuan en relación a otros países industriales no sólo modifica las relaciones comerciales y financieras. También abarata la mano de obra china en relación a la de sus competidores externos (Taiwán, Japón, EE.UU., Corea del Sur) revirtiendo parcialmente el encarecimiento relativo que tuvo en los últimos años. Además, puede también lesionar los proyectos de inversión de China en el exterior, que en su mayoría están directa o indirectamente vinculados con la extracción y transporte de materias primas hacia el mercado chino: tal es el caso del petróleo de Venezuela, Ecuador, Colombia y Argentina (de Cerro Dragón a Vaca Muerta), los minerales de Chile, Perú, Brasil e incluso Argentina (Sierra Grande y los proyectos kirchneristas de “gran minería”), los proyectos energéticos (en Argentina, en particular las represas de Santa Cruz) y los ferrocarriles de Brasil y Argentina (incluyendo el Belgrano Cargas).
Entre los países más afectados por las medidas tomadas por el BPC se encuentran aquellos socios comerciales más activos de China y Hong Kong: en primer lugar está Brasil, seguido de Australia y Corea del Sur, ya que estos países destinan más del 20 % del total de sus exportaciones al gigante asiático donde está cayendo la capacidad de compra. Algo semejante ocurre con Argentina, cuyo déficit con China se agrandará, pues le compra mucho más que lo que le vende, aunque el golpe más inmediato lo reciba a través de la devaluación en Brasil, su principal socio comercial, como ocurrió en 1998.
Otros efectos internacionales
Para el conjunto del mundo, además de deprimir aún más sus exportaciones a China, agudiza la guerra de divisas, motivando mayores devaluaciones que las que ya viene provocando la revaluación del dólar (principalmente en los países dependientes de Asia, Africa y América Latina, pero también en Canadá, Europa, Oceanía y Japón).
En relación a América Latina, la devaluación del yuan tiene un impacto directo sobre las monedas de la región. Por sus exportaciones de materias primas a China, las divisas más expuestas son el peso chileno, el nuevo sol peruano, el real brasileño y el peso argentino. Pero tampoco el peso mexicano es inmune a la devaluación del yuan, puesto que compite directamente con China por el acceso al mercado estadounidense.
Algunos dilemas de China
“(El Presidente) Xi ha dicho en más de una ocasión que la estabilización de la economía es ‘el centro’ de todo”, señaló un funcionario del gobierno de China. “La reforma aún se llevará a cabo, pero ha pasado a un segundo plano frente a la estabilidad”, sostuvo.
China enfrenta una serie de problemas económicos que pueden poner en peligro la meta de alcanzar una expansión de 7% este año, la más baja en los últimos 25 años. Entre estos problemas se incluye un debilitamiento de la producción fabril, una caída de la demanda tanto en China como en el exterior y el riesgo de un descenso persistente de los precios. La devaluación tiene lugar después de medidas sin precedentes para frenar una mayor caída del mercado bursátil. Además, desde noviembre de 2014, el gobierno ha recortado las tasas de interés en cuatro ocasiones y adoptado otras medidas para reforzar el crédito bancario.
También los nuevos mandarines de China vuelven a recurrir a la vieja receta de incrementar el gasto en obras de infraestructura y otros proyectos respaldados por el gobierno, una estrategia que generó crecimiento tras la crisis global de 2008, pero que ha dejado a la economía con una enorme deuda.
La devaluación del yuan vuelve a poner de manifiesto las limitaciones de las políticas monetarias para atemperar las tendencias depresivas del capitalismo monopolista, a pesar del “empapelamiento” producido por los bancos centrales, que se ha volcado principalmente hacia la especulación. También pone de manifiesto los efectos encadenados de la política monetaria en el mundo. En el caso de China, la revalorización del dólar venía agudizando su desequilibrio externo y su cotización había subido ante el euro, el yen y muchas de las otras monedas, socavando las exportaciones chinas. Ahora, si los bancos centrales asiáticos debilitan aún más sus monedas para no perder competitividad frente a China, esto se asemeja a una remake de la crisis asiática de 1997 (a la que se sumó la rusa de 1998 y, aquí, la de Brasil y Argentina) –que se hizo general con el derrumbe en Estados Unidos de 2001–, más que a la crisis de 2008, que se inició en esa superpotencia imperialista con su crisis inmobiliaria de 2007 (ver “¿En vísperas de una nueva crisis?”, hoy, número 1577).