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02 de octubre de 2010

El asesinato de Benazir Bhutto y el tablero mundial

Interrogantes y perspectivas de un crimen

El asesinato de Benazir Bhutto en los últimos días del 2007 conmocionó a Pakis-tán y al mundo. Su agrupación, el Partido Popular de Pakistán (PPP), era el casi seguro triunfador en las elecciones parlamentarias previstas para el 8 de enero, consagrando el retorno de Bhutto al cargo de primera ministra (ya lo había sido en 1988 y 1993).
Tanto las motivaciones como la responsabilidad política de su asesinato –que desató grandes manifestaciones en todo el país– permanecen oscuros. Enemiga del fundamentalismo islámico que arraigó profundamente en Pakistán en los últimos 25 años, y tibiamente crítica de la dictadura proyanqui de Pervez Musharraf, volvió para candidatearse con el respaldo de los imperialistas yanquis e ingleses. Ya muy lejos de los principios tercermundistas de su padre Zulfikar Alí Bhutto –también primer ministro en los ’70, fundador del PPP y amigo de la China socialista de Mao–, los islamistas la odiaban por su inveterada corrupción y por su "prooccidentalismo". Tras su reciente retorno del exilio, negoció con la dictadura de Musharraf tomar parte en las elecciones del 8 de enero. Aunque postergadas ahora por un mes y medio, el PPP decidió participar pese al asesinato de su máxima dirigente.
Musharraf es el principal aliado de Bush en una región estratégica donde la hegemonía yanqui viene siendo jaqueada por la resistencia nacional en Irak y Afganistán, el fuerte desafío nacionalista de Irán, el potente resurgimiento de Rusia en Asia central y la creciente influencia económica, política y militar de China. China acaba de realizar ejercicios bélicos conjuntos con la India en la zona, y encabeza la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS). Pakistán, al igual que Irán, participa de la OCS con status de observador.
En este contexto –y sumado el gran ascenso de la lucha democrática del pueblo pakistaní contra la dictadura–, los yanquis jugaron sus cartas a la candidatura de Benazir para despegarse del deterioro –y de las fidelidades inciertas o repartidas– del régimen de Musharraf. El plan yanqui parecía ser obligar a Musharraf a "civilizarse" (es decir separarse de la función militar), convocar las elecciones legislativas y, triunfo de Benazir mediante, edulcorar en algo la imagen del dictador hasta poder hacerlo a un lado.
Fueron los propios capomafia de Washington quienes convirtieron en los ’80 a Pakistán en potencia nuclear, usándola como peón regional contra su histórica rival la India, donde entonces primaba la influencia del socialimperialismo ruso. En la última década sin embargo, y ya con la vista fija en el crecimiento regional y mundial de China, Bush se acercó decididamente a Nueva Delhi (recuérdese la visita de Bush y el acuerdo de colaboración nuclear EEUU-India firmado a mediados de 2006). Simétricamente Musharraf se aproximó a los talibanes pakistaníes, acordó con Irán la construcción de un gasoducto, y con China la construcción de varias centrales nucleares.
Los imperialistas yanquis no permitirán en Pakistán ningún proceso de verdadera democratización, ni mucho menos el avance de fuerzas islámicas que amenacen su influencia en la cúpula reaccionaria y narcotraficante de las fuerzas armadas, patrona del centenar de bombas y misiles atómicos que Pakistán posee.
Pero el asesinato de Benazir sacudió el tablero, y los otros matones regionales también tienen piezas que jugar. El pueblo pakistaní seguramente tampoco será un convidado de piedra.