En 1922, el periódico del Partido Comunista La Internacional comentaba en un artículo de tapa “Las ocho horas tucumanas”, el debate que se estaba dando en la Legislatura de la provincia, donde “existe un proyecto de ley por el que se implantaría en las diversas actividades industriales de la provincia la jornada de las ocho horas” (LI, jueves 6 de junio de 1922). Esto mostraba la realidad de los trabajadores de los ingenios azucareros, donde la jornada mayoritariamente, en las fábricas, era de 12 horas. En los campos era aún mayor ya que se trabajaba a destajo.
Desde fines del siglo 19, se habían levantado en Tucumán grandes ingenios azucareros, levantando algunas familias uno de los más sangrientos emporios industriales del país. Los ingenios explotaban mano de obra, y además se quedaban con el producto de los cañeros, con los que estaban en conflicto permanente. Los gobiernos eran cómplices de esta explotación, incluso permitiendo una relación laboral basada en los contratos privados, el pago con vales, y hasta los primeros años del siglo 20 se mantuvo el sistema de la “papeleta de conchabo” que obligaba a trabajar en los ingenios. Los dueños de los ingenios controlaban toda la vida de los trabajadores: construían casas para sus empleados, que las podían utilizar sólo mientras trabajaban en la empresa; hacían escuelas e iglesias, y funcionaban como un Estado dentro del Estado. Algunos de los ingenios, como el Bella Vista, tenían un “Reglamento para los peones del ingenio” que obraba como ley suprema, por encima de las leyes civiles. Establecía, por ejemplo “Queda completamente prohibido a los peones de la fábrica, entrar al trabajo con cuchillo o cualquier otra arma. Queda también prohibido hacer bailes y jugadas de taba o naipe, dentro del radio del ingenio” (Paternalismo empresarial y condiciones de vida en los ingenios azucareros tucumanos. Fines del siglo XIX y principios del XX. Alejandra Landaburu).
En la mayoría de los ingenios: Mercedes, San Pablo, Bella Vista, La Florida, Trinidad, Concepción, Amalia y Santa Ana, las familias poseedoras reforzaron su dominio sobre el conjunto de trabajadores y cañeros construyendo suntuosas mansiones. Al gusto de la oligarquía de aquellos años, se encargaba la construcción a arquitectos europeos de renombre, como el construido por Clodomiro Hileret, dueño del Santa Ana, considerado el más fastuoso de América del Sur.