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14 de septiembre de 2011

Las libertades democráticas y el sufragio universal han sido grandes conquistas de la lucha obrera y popular, y no regalos de la burguesía.
No obstante, aunque emplee formas democráticas de gobierno, la burguesía mantiene el control del Estado y lo fortalece en su beneficio. En la época actual, de los monopolios y el imperialismo, cuando ha visto peligrar su dominación, no ha vacilado en apelar al terrorismo abierto, el fascismo.

La democracia burguesa

Hoy 1386 / Sobre el Estado

La historia nos muestra que la república democrática y el sufragio universal han sido conquistas logradas fundamentalmente por la lucha del proletariado y demás sectores explotados y oprimidos contra los reiterados intentos restauradores de las fuerzas feudales reaccionarias derrocadas y contra la propia burguesía entronizada en el poder.

La historia nos muestra que la república democrática y el sufragio universal han sido conquistas logradas fundamentalmente por la lucha del proletariado y demás sectores explotados y oprimidos contra los reiterados intentos restauradores de las fuerzas feudales reaccionarias derrocadas y contra la propia burguesía entronizada en el poder.
En el capitalismo actual, los derechos democráticos vigentes han sido el resultado de prolongadas y durísimas luchas y no un regalo de las burguesías imperialistas dominantes. Por el contrario, éstas recortan las libertades y reprimen al pueblo en sus países en innumerables ocasiones. El movimiento obrero, en Estados Unidos, por ejemplo, cuenta con numerosos mártires, como los de Chicago. Son incontables las víctimas del pueblo negro en su lucha contra el racismo y el Ku Klux Klan. Durante el macartismo se persiguió a millones de norteamericanos por sus ideas.
Aunque es una gran conquista popular y un enorme avance político, el sufragio universal no permite por sí mismo expresar realmente la voluntad de la mayoría. Para presentar candidatos y llevar adelante una campaña electoral con posibilidades de éxito, se necesitan fabulosas sumas de dinero. Semejantes recursos no pueden salir de los bolsillos de los trabajadores, sino únicamente de las gigantescas ganancias de los monopolios. Las minorías dominantes que controlan el aparato burocrático-militar del Estado se aseguran la perpetuación en el poder, de uno u otro modo, aunque haya elecciones y cambios en la composición de los cuerpos representativos.
Por ejemplo, la maquinaria de los dos grandes partidos que se alternan en el gobierno norteamericano fue descrita por alguien tan lejos del marxismo y la revolución, y tan caro a la burguesía y los post-marxistas, como Max Weber, hace más de 70 años: “El cacique es indispensable como receptor directo del dinero de grandes magnates financieros, los cuales no confiarían sus donaciones electorales a un funcionario a sueldo del partido ni a nadie que debiera rendir cuenta de sus asuntos públicos… Trabaja en al anonimato. No se le oye hablar en público, sugiere a los oradores lo que deben decir de modo expeditivo… Por regla general no acepta ningún cargo, excepto el de senador… puesto que… los senadores participan en la distribución de los cargos. Existe un sistema de venta de cargos, el cual, al fin y al cabo, también ha existido a menudo en las monarquías” (La política como vocación).

Desde entonces, el Estado yanqui se ha convertido en una monstruosa y paquidérmica máquina militar-burocrática y los ejecutivos de las grandes corporaciones cumplen periódicamente funciones en las altas esferas del poder político, a la vez que la corrupción directa de los mandatarios y funcionarios alcanza proporciones gigantescas, y hasta han sido legalizados los grupos de presión (lobbies), estructurados por los monopolios para operar directamente sobre los legisladores. Las elecciones se realizan regularmente, los presidentes se suceden unos a otros, pero el Estado sigue en las mismas manos.
Semejante subordinación de la inmensa mayoría de la sociedad norteamericana a un puñado de todopoderosos capitalistas monopolistas reduce a los ciudadanos a la triste condición de súbditos de las corporaciones dominantes.
Los norteamericanos saben bien, por experiencia, que la “gran política” es para los que tienen y no para los que no tienen. No es extraño entonces que la abstención trepe al 50% del electorado. A la vez, la represión al movimiento obrero y las tremendas trabas a la propia sindicalización no son cosas del pasado: desde 1947, rige en Estados Unidos la infame ley Taft-Hartley para “reglamentar” el derecho de huelga, que se entreteje con infinidad de otras leyes represivas, federales y estaduales. Los paros que afecten “toda una industria o una parte sustancial de ella, que ponga en peligro la salud o la seguridad nacional” pueden declararse ilegales por un período de cuatro meses y medio. En fin, “la gran democracia del Norte” no es otra cosa que la dictadura del gran capital. Ni las formas republicanas de gobierno ni el propio sufragio universal pueden alterar el carácter del Estado como instrumento de las clases dominantes.

En determinadas situaciones de crisis y de ascenso revolucionario de las masas, al ver peligrar el Estado burgués, los sectores más reaccionarios y chovinistas del capital financiero apelaron –en una serie de países imperialistas- a la dictadura terrorista, el fascismo. Aprovecharon para ello la división del pueblo y las insuficiencias de las fuerzas revolucionarias. Veremos especialmente el caso de los países dependientes, donde los imperialismos –“democráticos” o “socialistas”– muchas veces imponen dictaduras fascistas en alianza con los terratenientes y otros sectores reaccionarios locales.
La Unión Soviética socialista y el proletariado internacional, con los comunistas al frente, fueron el principal factor de la derrota mundial del fascismo en 1945. Sobre esta base, se ampliaron las libertades democráticas y se extendió el sufragio en Occidente. Pero las reformas democráticas no sólo no cambiaron la naturaleza del Estado sino que reforzaron como nunca los monopolios que lo controlan, debido a la degeneración revisionista de los grandes partidos comunistas de Occidente y al peso de la socialdemocracia tradicional.
Los renegados del marxismo exhuman viejos dogmas burgueses y los actualizan. Confunden forma de gobierno con Estado y pontifican que la democracia es un Estado, un marco de reglas, de normas, de instituciones establecidas por la voluntad de los ciudadanos y sometidos a su control permanente. Esta tesis fue refutada hace mucho por Gramsci, quien escribió en sus Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno: “La confusión entre Estado-clase y sociedad regulada es propia de las clases medias y de los pequeños intelectuales, quienes verían con agrado cualquier equilibrio que impidiese las luchas agudas y las catástrofes; es una concepción típicamente reaccionaria y regresiva”.