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02 de octubre de 2010

Ofrecemos a los lectores este cuento del compañero Sergio Quinteros, invitando que nos envíen sus propias piezas literarias.

La huelga

Cuento

Llovía torrencialmente, el agua hacía olitas en la calle inundada. El Flaco Quiroga maldijo en voz baja. “Las putas alcantarillas están preparadas para cuando caen tres gotas”, pensó, observando el diluvio a través de la ventanilla del colectivo repleto. Echó una mirada al interior del vehículo. Rostros duros, desdibujados por el cansancio. Una pareja dormitaba en un asiento, la cabeza de la mujer recostada en el hombro del muchacho. En el espacio entre asientos que había en la mitad del colectivo, un señor en silla de ruedas tenía la mirada angustiosa fija en un punto, como si, ocultas detrás de su visión aparente, en su imaginación desfilaran imágenes adversas. Un chiquito abrazado tiernamente por su madre,
la miraba con esa mirada ingenua y profunda de los niños mientras succionaba su chupete. Un señor elegante desentonaba en el conjunto; bien plantado, leía un pequeño librito que sostenía con una mano, mientras con la otra aferraba la esquina de un asiento, balanceándose al compás de los saltitos del bus.
Estaba sumamente excitado. La reunión de la comisión de lucha había sido vibrante y polémica. Había mucha gente, más que nunca, como siempre que se presagiaban grandes sucesos. Mucha bronca acumulada frente a la intransigencia de la patronal, que pagaba sueldos de hambre y “racionalizaba” la línea de producción echando obreros. El debate fue subiendo de tono a medida que transcurría la reunión. El era uno de los más vehementes defensores de la huelga, otros, en cambio, proponían tímidas medidas de propaganda y en tanto seguir “dialogando” con los patrones. Lo de siempre, un grupo intransigente, más lúcido, que quería movilizar y enfrentar, otro renuente y conciliador, y una masa que vacilaba entre una y otra posición, aunque cada vez más inclinada a la lucha. Entonces se paró un obrero, llamado Juan, que no acostumbraba a hablar. Un tipo muy cumplidor, de una timidez proverbial, buena persona.
Yo –dijo– quisiera explicar por qué quiero que hagamos huelga. Quiero que hagamos huelga porque no puedo volver a casa y mirar a mi pobre mujer reventada de cansancio, haciendo malabarismos para preparar algo de comida y vestir a los chicos, y simplemente sentarme a la mesa a compartir un plato de fideos sin decir nada, mirar alguna tontería en la tele, que puedo ver porque estamos colgados del cable, igual que la luz, acostarme a dormir y sentir que mi mujer, de espaldas, está tan deprimida que no quiere que la toque. Yo quiero volver a mi casa y explicar que vamos a pelear todos juntos, que vamos a reclamar lo nuestro, que no nos vamos a dejar pisotear más. Porque entonces se van a dar cuenta que lo hago porque los quiero y los protejo, porque no voy a permitir que nos sigan injuriando gratuitamente. Eso quiero, no sé si ustedes me entienden– dijo.
Entonces un enorme silencio invadió el recinto. Como impulsado por un mandato imperativo, Quiroga empezó a aplaudir, luego todos lo hicieron, se pusieron de pie, ante la mirada atónita y agradecida de Juan, que también aplaudió, entusiasmado como un chico.
Casi sigue de largo, el flaco Quiroga. Manoteó el timbre y bajó, protegiéndose de la lluvia con el periódico. Caminó las siete cuadras que recorría todos los días, reconocía cada piedra de ese barrio que parecía abandonado de las manos de Dios, allá, en los límites de Lanús Este, donde hasta los perros son flacos. El farol suspendido frente a su casa oscilaba iluminando pobremente la calle salpicada de agua. El Tony vino a recibirlo, saltándole encima y moviendo desesperadamente la cola.
–Quieto, bestia, que me llenás de barro– le dijo al perro, zamarreándolo cariñosamente.
La puerta se había abierto y apareció ella, secándose las manos en el delantal, con una sonrisa que le iluminaba la cara, como todas las noches que salía a recibirlo. Tenía el pelo negro recogido, un collarcito plateado en su delicado cuello, el vestido a lunares que a él le encantaba, lo suficiente ajustado para mostrar los desniveles de su cuerpo, ese cuerpo que él hubiera reconocido entre miles de cuerpos, solamente por el aroma y el tacto.
–Estás empapado, entrá, dale
–Qué dice, señora, como está, déme un beso.
Y se besaron tiernamente, como todas las noches. El le acarició un pecho, como todas las noches. Ella le quitó la mano riéndose, feliz. Detrás de las faldas de la madre apareció Lucas, gordito y ruliento.
–¿Tajite autito? –pidió, excitado.
–Uy, qué macana, me olvidé, mañana te lo traigo
Lucas amenazó ponerse a llorar. Entonces el flaco Quiroga metió una mano en el bolsillo del pantalón, hizo un movimiento como el que hacen los magos y le mostró un autito de plástico, una pequeña réplica de la Ferrari de fórmula uno.
Lucas pegó un salto de alegría y entró en la casa como una tromba, haciendo correr el autito por el aire.
Luego, después de secarse y cambiarse de ropa, mientras cenaban un rico plato de arroz con menudos de pollo, le contó lo de la huelga. Ella lo miraba como si no hubiera querido perderse una mueca de su rostro. Pero cuando escuchó la palabra “huelga” su cara se ensombreció.
–Pero Flaco, está bien que ganás poco, que motivos no faltan, pero yo ayudo con la costura y más o menos nos estamos arreglando, para qué arriesgarse así? ¿Y si te echan, qué vamos a hacer?
–Es que hacemos huelga precisamente porque quieren seguir echando gente, se habla de que hay maniobras medio raras y que no hay plata para la quincena. Armamos una delegación para que nos explicaran qué pasaba y no nos dieron ni cinco de bola. Peor, el patrón se puso hecho una furia, como si en lugar de obreros fuéramos sus esclavos. Que él necesitaba la colaboración de todos, que era el único que se preocupaba por la fábrica, que nadie comprendía la situación, total nosotros nos preocupábamos solamente por cobrar y no nos importaban los problemas que él tenía para sacar las cosas adelante. En fin, lo de siempre, lo único que faltaba era que lo consoláramos nosotros a él. Pero esta vez la gente se hartó. La plata no alcanza para nada, y encima te suspenden por cualquier cosa, así acumulás castigos y luego te despiden sin pagarte un mango.
–¿Y vos creés que con un paro eso se resuelve?
–Lo que yo creo es que el patrón tiene todo, nosotros lo único que tenemos es el derecho a pararle la fábrica cuando nos paga una miseria y maltrata a la gente.
Ella se calló. Esbozó una sonrisa tímida y lo tomó de la mano. El le acarició suavemente la cara angulosa. Siguieron comiendo en silencio. Ella se levantó y puso la telenovela. Lucas se subió a upa del padre. Así, los tres juntos, se quedaron un rato frente al televisor hasta que el sueño los venció y se fueron a la cama. Durmieron abrazados, ella y él, como todas las noches.
A la mañana siguiente, la fábrica hervía. Los miembros de la comisión de lucha discutían con la gente sección por sección, avisando que había asamblea general. Al rato una multitud se agolpaba en el gran patio. Se produjo una discusión muy grande. La delegación del sindicato quería tranquilizar las aguas e impedir el paro. El Flaco Quiroga pidió la palabra. Era un tipo respetado, el Flaco, del grupo selecto que había logrado conservar su trabajo. Así que todos escucharon atentamente.
–Aquí hay algunos compañeros que se oponen a la huelga, que quieren trabajar y ganarse el pan, que no quieren problemas, porque, vamos, hay una familia que mantener. Tienen sus razones, los compañeros, porque, claro, nuestra familia quiere que le llevemos plata y nosotros, en cambio, nos quedamos en casa y arriesgamos perder el laburo. Los obreros, como siempre, estamos entre dos fuegos: de un lado, el patrón que nos amenaza con echarnos si no agachamos la cabeza, y nuestra familia, del otro, que nos pide que no hagamos lío para que no nos echen. Qué lío, no, qué lío. Y claro, porque no es fácil decidirse por la huelga, nosotros no queremos hacer huelga, nosotros siempre somos comprensivos, aceptamos mansamente apretarnos el cinturón, trabajamos nueve horas por día por unos pocos pesos, nos apuramos para que no se demoren las entregas de la mercadería, hacemos bien nuestro trabajo, encima nos sentimos orgullosos cuando vemos “nuestra” marca en los negocios. Esto se hace en “mi” fábrica –decimos a los amigos, dándonos aire. Pero cuando nos ponen entre la espada y la pared, cuando encima que no llegamos nunca a fin de mes empiezan las suspensiones y las amenazas de despidos, ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Cómo vamos a hacer valer nuestros derechos, lloriqueando, agachando la cabeza? Ellos tienen la fábrica, la radio, la prensa, la televisión y el gobierno de su lado. Pero si nosotros no ponemos en marcha las máquinas, entonces no tienen nada. Y ha llegado ese momento, compañeros, bajemos la llave, cortemos la energía, cerremos los galpones, vamos a la huelga de una vez por todas.
–¿Y si nos dejan en la calle y toman a otros?– gritó uno
El Flaco Quiroga se iluminó.
–Imposible, compañero, imposible. Porque de aquí no nos vamos, de aquí no nos mueve nadie, aquí nos quedamos hasta que nos escuchen y cumplan hasta el último punto de nuestros planteos. ¡Ocupemos la fábrica, hermanos, defendamos nuestra herramienta, nosotros tenemos la llave, nosotros movemos este monstruo, solo nosotros, a la huelga, a la huelga!
El Flaco Quiroga, exaltado y sorprendido, escuchó la ovación. Entonces una marea humana se puso en movimiento, recorrió hasta el último rincón de los galpones, cerró todas las puertas y comenzó a pintar sus estandartes y a cantar sus cánticos de lucha.
El Flaco Quiroga pensaba en su amada, en Lucas, en sus camaradas, se reía y lloraba al mismo tiempo, como un loco.