En 1880, tras las masacres del pueblo paraguayo, de los pueblos originarios y de las rebeliones provinciales, la oligarquía argentina terminó por imponer su régimen con Julio Argentino Roca como presidente. Amplió y consolidó la apropiación latifundista del suelo y profundizó su relación con el capitalismo europeo en proceso de convertirse en imperialismo, como inversor de sus capitales y gran demandante de alimentos y materias primas.
Con el lema de “paz y administración” (“rémington y empréstitos”, escribió Sarmiento), el presidente Roca inició “la obra de modernización” como dicen sus apologistas, aunque algunos de ellos como el académico Luis Alberto Romero acoten de que al hacerse manteniendo “el predominio de los grandes latifundios”, éstos “atenuaron el efecto de las transformaciones”. En realidad, esa modernización se hizo en función de los intereses latifundistas y del naciente imperialismo. Esta fue la “obra de un grupo reducido”, pero el progreso se debió al trabajo de centenares de miles de nativos e inmigrantes que esquilaban o cuereaban los animales, fecundaban los campos con trigo y maíz y tendían kilómetro tras kilómetro de vías férreas.
Esa Argentina latifundista y dependiente en formación, sufrió su primera gran crisis en 1890. Se resquebrajó el frente oligárquico por arriba, y las nacientes fuerzas burguesas y pequeño burguesas comenzaron a hacerse sentir, así como también el joven proletariado, que ese año conmemoró el 1° de Mayo, al unísono con los demás proletarios de América y Europa.
La bronca crecía de abajo
Al finalizar su mandato en 1886, Roca había impuesto a su cuñado (“al marido de la hermana de su mujer”, escribía Sarmiento), Juárez Celman, como presidente. Una vez en el cargo, Juárez dio el “patadón histórico” a su “padrino”, y rodeándose de un pequeño número de incondicionales pretendió inaugurar la “era del juarismo” de una manera tan escandalosa que Leandro N. Alem llegó a decir: “Prefiero una vida modesta, autónoma, a una vida esplendorosa pero sometida a tutelaje”. Esto, por supuesto, en la concepción individualista de Alem que lo llevaba a identificar la pobreza con la independencia y a apelar a individuos “sanos” de la oligarquía, desplazados de la “elite gobernante”, en los que llegó a incluir hasta a Bartolomé Mitre.
El hecho es que en esas condiciones comenzó a gestarse un amplio movimiento democrático en la incipiente burguesía y pequeña burguesía, particularmente entre los estudiantes y jóvenes profesionales, cuya ala más “radical”, como él mismo ya se había definido en 1880, fue expresada por Alem. Así surgió la Unión Cívica de la Juventud, presentada en sociedad en un gran mitin el 1° de septiembre de 1889, que buscaría formar un nuevo partido, la Unión Cívica, donde también se acoplaron viejos políticos desechados por el régimen, como los “mitristas” (por Bartolomé Mitre).
La participación en el movimiento cívico de personajes como Aristóbulo del Valle, Bernardo de Irigoyen y muchos jóvenes hijos de la oligarquía (Alvear, Lanusse, Zuberbüller, Elizalde, etc.) es indicativo de la amplitud que adquirió el mismo. Pero, la falta de una organización diferenciada de los sectores burgueses y pequeño burgueses alemnistas, sería fatal para el posterior desarrollo del movimiento democrático y, en lo inmediato, para el curso de la revolución contra el régimen que estaba en marcha, que se palpaba en las calles de Buenos Aires y se esparcía soterradamente hacia el interior del país.
Así se fueron dejando de lado las posiciones más radicalizadas en relación a una mayor participación popular, y la dirección militar del levantamiento cívico terminó quedando en manos de los mitristas, con el general Manuel Campos a la cabeza de la Junta constituida al efecto (aunque aceptando a Alem como presidente del gobierno provisional a constituirse, con el compromiso de sus integrantes de no postularse en las elecciones a convocarse).
La creciente presión de las masas juveniles radicalizadas y las sucesivas crisis del gobierno de Juárez, obligaron a la Unión Cívica a acelerar los preparativos insurreccionales. Mitre salió oportunamente de escena en viaje a Europa, y en el Partido Autonomista Nacional, del gobierno, Roca y Pellegrini (su vicepresidente) comenzaron a “despegarse” de Juárez, quien con sus jóvenes incondicionales terminó aislándose de los principales sostenes oligárquicos e imperialistas del régimen (no solo los ingleses, sino también los franceses y alemanes), llegando a hablar de repudio a la deuda externa e intentar incluso un acercamiento a los yanquis, como lo registró el embajador Pitkin en su correspondencia confidencial el 20 de junio de 1890, a escasos 6 días de la insurrección del Parque.
¡A las barricadas!
En la madrugada del 26 de julio, las fuerzas rebeldes se concentraron en el Parque de Artillería, frente a la Plaza Lavalle, donde hoy se levanta el edificio de tribunales. Su jefe, el general Domingo Viejobueno también había adherido al movimiento. Centenares de civiles convergieron al lugar en busca de armas y municiones para luego marchar a construir nudos de resistencia en bocacalles, azoteas y esquinas. Se levantaron barricadas y cavaron trincheras con el fin de neutralizar la artillería y caballería enemigas.
Desde sus cuarteles rumbearon hacia el Parque las unidades sublevadas: el Batallón de Ingenieros; los batallones 5, 9 y 10 de Infantería; una compañía del 4 de línea; los cadetes del 4° año del Colegio Militar y la Escuela de Cabos y Sargentos. Algo más de 1.300 hombres bien armados; casi la mitad de las tropas acantonadas en la Capital Federal.
Para los alemnistas era necesario ocupar los puntos claves de la ciudad; detener al gobierno; tomar el arsenal de guerra; ocupar las estaciones para aislar al gobierno del interior; atacar a las fuerzas gubernistas en sus guarniciones; todo a plena luz del día para ir creciendo con la incorporación civil. Pero la dirección militar mitrista impuso la concentración en el Parque y la disposición defensiva en el mismo y sus alrededores.
Entretanto el gobierno, enterado del levantamiento, concentraba sus fuerzas en Retiro. A las 9 de la mañana avanzaron hasta la plaza Libertad, desde donde pretendieron asaltar las posiciones rebeldes sólidamente aferradas a la plaza Lavalle. Una y otra vez los gubernistas fracasaron en su intento, con serias bajas.
A pesar de las limitaciones impuestas por el general Campos, la incorporación civil alcanzó a miles y los puntos de resistencia se extendieron esbozando acciones ofensivas. Sobre Lavalle las posiciones de los sublevados abarcaban desde Suipacha hasta Callao; a lo largo de Montevideo se extendían de Tucumán a Moreno, atacando un ángulo del Departamento de Policía; por Talcahuano desde Charcas (proximidades del campamento del gobierno en plaza Libertad) hasta Rivadavia. A este dispositivo, producto del empuje cívico rebelde, se agregaban decenas de cantones por Cerrito, Viamonte, etc.
Armisticio y rendición
Culminado el día 26, el combate llegó a su punto crítico: los rebeldes habían rechazado todos los ataques con escasas pérdidas, pero no avanzaban; los gubernistas, derrotados en las acciones, mantenían la posición inicial.
Para los mitristas, la demostración estaba hecha. A su vez, en el gobierno, Roca y Pellegrini habían persuadido a Juárez que abandonara la ciudad “por razones de seguridad presidencial”, abriendo el camino de la negociación para su renuncia y sucesión por el propio Pellegrini.
En la madrugada del 27 se convino un alto el fuego a instancias de Campos, quien arguyó escasez de municiones e imposibilidad de maniobras. Esto sembró confusión entre los rebeldes. Los radicales, civiles y militares protestaban; hubo conatos de insubordinación contra un mando que los sumía en la derrota.
Terminado el armisticio, el 28, mientras en distintos lugares continuaba el combate, los mitristas y otros conciliadores tramitaban la rendición negociada.
Entretanto los gubernistas habían recibido refuerzos de las unidades del interior. Esta circunstancia favoreció la argumentación capituladora y a las once del día 29 de julio sobrevino la rendición.
Derrotada la insurrección, Roca y Pellegrini, exacerbando el chovinismo porteño contra “el burrito cordobés”, desplazaron del gobierno a Juárez Celman, lo que llevó a muchos cívicos a embanderar los comités. Alem contemplando los emblemas, exclamó: “¿Acaso esto es un triunfo? ¡Crespones negros deberían poner!”, a la vez que continuó predicando: “El pueblo debe mantenerse de pie, porque la máquina gubernista sigue montada…”
Como escribiría José Mendía, en su libro El secreto de la revolución: “La gran enseñanza que nos da la historia de 1890 es que no basta mudar los gobernantes para cambiar los sistemas”. (Eugenio Gastiazoro: Historia argentina, tomo III, Editorial Ágora, 1986).
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El derecho a la rebelión
Expresando la concepción de la república oligárquica, Juan Bautista Alberdi sostenía que: “una vez elegido, sea quien fuere el desgraciado a quien el voto del país coloque en la silla difícil de la Presidencia, se le debe respetar con la obstinación ciega de la honradez, no como a un hombre, sino como a la persona pública del Presidente de la Nación”.
En cambio Leandro N. Alem, con su concepción democrática plantearía: “Cuando un hombre está en el poder, necesita el consejo, el apoyo y el cariño de sus gobernados, que han de ser sus amigos, no sus vasallos; pero si ese hombre olvida que se debe al pueblo y no respeta derechos ni constituciones, el pueblo tiene la obligación de recordarle los deberes de la altura, e imponerle su soberanía, si no por la razón, ¡por la fuerza!”.
Hoy N° 1874 28/07/2021