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27 de junio de 2018

Fines de junio a agosto de 1806

La primera invasión inglesa

“Yo he visto llorar muchos hombres por la infamia con que se les entregaba; y yo mismo he llorado más que otro alguno, cuando a las tres de la tarde del 27 de junio de 1806, vi entrar a 1.560 hombres ingleses, que apoderados de mi patria se alojaron en el fuerte y demás cuarteles de la ciudad”. (Mariano Moreno: Memorias).

A mediados de 1806, una escuadra de la Marina Real inglesa comandada por el almirante Popham entraba al Río de la Plata y se dirigía a la ciudad de Buenos Aires, eludiendo la Fortaleza de Montevideo. Después de varios tanteos en las costas bonaerenses, el 25 de junio desembarcaba en las cercanías de Quilmes, un ejército de más de 1.500 hombres al mando del general Beresford.
Argentina era entonces una colonia del rey de España, parte del virreinato del Río de la Plata, que tenía su sede en Buenos Aires. El virrey que gobernaba aquí, en su nombre, era el marqués de Sobremonte. Alertado sobre la presencia inglesa, envió como jefe a las baterías de Ensenada al capitán de navío de la Armada española Santiago de Liniers, de origen francés y casado con “la Perichona”, hija de una familia de la aristocracia criolla. Pero los barcos ingleses, tras simular un intento de desembarco en Ensenada, recalaron en las playas de Quilmes y sus tropas avanzaron sobre Buenos Aires.
El coronel Arce, como pudo, movilizó una fuerza de medio millar de hombres, que se desbandaría al primer contacto con las fuerzas inglesas que los triplicaban en número, el 26 de junio. Entretanto, el virrey Sobremonte escapaba de la ciudad rumbo a Córdoba sin poder salvar siquiera el tesoro del virreinato, que fue capturado por los ingleses en Luján. El 17 de julio zarpará hacia Gran Bretaña la fragata “Narcissus”, con una carga de cuarenta toneladas de peso plata, que llegará a Portsmouth el 12 de septiembre, a un mes que Buenos Aires había sido reconquistada.

La capitulación
Huido el virrey y desbandadas las tropas, los jefes militares, los funcionarios de la Audiencia, los miembros del Cabildo y el obispo Lué, se concentraron en el Fuerte a la espera de la llegada de Beresford para rendir la plaza, cosa que sucederá pasado el mediodía del 27 de junio. Pero no será Beresford quien venga, sino un oficial británico que en su nombre exige la entrega inmediata de la ciudad y que cese la resistencia, comprometiéndose a respetar la religión y las propiedades de los habitantes. Los funcionarios del régimen colonial español no vacilan en aceptar la intimación, limitándose a exponer una serie de condiciones mínimas en un documento de capitulación que envían a Beresford sin tardanza. Así, Buenos Aires y sus 40.000 habitantes, según la estimación de Mariano Moreno, son entregados a 1.560 ingleses, con la sola pérdida de un marinero muerto, trece soldados heridos y uno desaparecido.
Camino del Fuerte, el general Beresford solo detiene su avance unos minutos, para leer las condiciones escritas por los funcionarios del virreinato, manifestándole a su portador: “Vaya y diga a sus superiores que estoy conforme y firmaré la capitulación en cuanto dé término a la ocupación de la ciudad… ¡Ahora no puedo perder más tiempo!”
A las 3 de la tarde, bajo una fuerte lluvia, las tropas británicas entran marcialmente en la Plaza Mayor (actual Plaza de Mayo), al son de la música de sus gaiteros y en columnas espaciadas para impresionar a la población. El general Beresford, acompañado por sus ofíciales, hace entonces la entrada al Fuerte, y recibe la rendición formal de la capital del virreinato. Desde el 28 de junio, a la mañana, flameará sobre el edificio la bandera inglesa, durante cuarenta y seis días…
A pesar de toda su palabrería a favor de nuestra independencia, desde su primer acto los invasores ingleses confirmaron lo que es una verdad irrefutable en toda la historia de la humanidad respecto de las grandes potencias: que alentaban nuestra independencia del amo viejo (entonces España) solo en tanto y en cuanto les permitiera a ellos convertirse en los nuevos amos. Beresford se constituyó en autoridad a nombre de la Corona británica, anunciando el respeto a los propietarios en sus derechos, incluso sobre los esclavos, y al ejercicio de la religión católica, y decretando la libertad de comercio… con Gran Bretaña. Ofreció la nacionalidad británica, y declaró que el Cabildo y los magistrados continuarían en el ejercicio de sus funciones. Eso sí, exigiendo juramento de lealtad al rey Jorge III, de Inglaterra, lo que casi todos los indicados (las autoridades civiles y eclesiásticas, los comerciantes y vecinos principales) acataron, salvo honrosas excepciones como la de Manuel Belgrano, entonces secretario del Consulado de Comercio.

Cómo y por qué fueron las invasiones inglesas
Inglaterra había destruido la Armada española en Trafalgar en 1804 y disputaba con Francia el control de los mares y de las colonias de España, a la que Francia había subordinado. Como parte de esta guerra, el almirante Popham había preparado un plan para la ocupación de Buenos Aires que presentó al Almirantazgo británico. El control de Buenos Aires y de Ciudad del Cabo, en Africa, eran claves para el dominio del Atlántico Sur.
A principios de 1806, el almirante Popham fue enviado a garantizar la posesión de Ciudad del Cabo por los británicos. Hecho esto, preparó su escuadra para navegar hacia el Río de la Plata, con las tropas de tierra a cargo del general Beresford. Ponía en marcha así el plan que años antes había presentado al Almirantazgo, a riesgo de que si fracasaba éste nunca se haría cargo de “la operación”.
Además de su importancia estratégica para el control del Atlántico Sur, Buenos Aires era la puerta de entrada al inmenso territorio del virreinato del Río de la Plata, y una fácil presa militar. Las tropas españolas aquí eran escasas y desorganizadas, y el monopolio económico y político español corroído por el contrabando y el fermento independentista en los sectores criollos. Todos elementos con que los invasores ingleses contaban a su favor, pero como señalamos en el análisis de nuestra historia, “se equivocaron totalmente cuando imaginaron que los pueblos los iban a recibir como sus liberadores, sometiéndose a su dominio o colocándose bajo su ‘protección’ por el plato de lentejas de su pregonada libertad de comercio” (Eugenio Gastiazoro, Historia Argentina, tomo I, pág. 126).

La “benevolencia” de los esclavistas criollos vista por un oficial inglés
“Entre los más amables rasgos del carácter criollo no hay ninguno más conspicuo, y ninguno que más altamente diga de su no fingida benevolencia, que su conducta con los esclavos…
“Estos infelices desterrados de su país, así que son comprados en Buenos Aires, el primer cuidado del amo es instruir a su esclavo en el lenguaje nativo del lugar, y lo mismo en los principios generales y el credo de su fe. Este ramo sagrado se recomienda a un sacerdote, que informa cuando su discípulo ha adquirido un conocimiento suficiente del catecismo y los deberes sacramentales para tomar sobre sí los votos del bautismo. Aunque este proceso en lo mejor debe ser superficial, sin embargo tiene tendencia a inspirar un sentimiento de dependencia del Ser Supremo, obliga a una conducta seria, tranquiliza el temperamento y reconcilia a los que sufren con su suerte…
“Los amos, en cuanto pude observar, eran igualmente atentos a su moral doméstica. Todas las mañanas, antes que el ama se fuese a misa, congregaba a las negras en un círculo sobre el suelo, jóvenes y viejas dándoles trabajo de aguja o tejido, de acuerdo con sus capacidades. Todos parecían joviales y no dudo que la reprensión también penetraba en su círculo. Antes y después de la comida, así como en la cena, uno de éstos últimos, se presentaba para pedir la bendición y dar las gracias, lo que se les enseñaba a considerar como deberes prominentes y siempre los cumplían con solemnidad”. Texto de Alexander Gillespie, capitán del Ejército Británico.

Escribe Eugenio Gastiazoro

Hoy N° 1723 27/06/2018