Algunas cabras salieron husmeando del interior de la casa sin puerta. Curiosas se aproximaron al inmenso descampado que rodeaba a la humilde vivienda hecha con barro y chapas herrumbradas. Bandido, el perro ya legendario, amo y señor de esa tierra solitaria, las miró atento, cuidando de que ninguna vaya a cruzar la ruta. A la hora de la siesta nunca pasaban demasiados autos pero el animal no bajaba la guardia porque ese era su instintivo deber: cuidar a las cabras, mantenerlas unidas y alejadas de cualquier tipo de peligro que pudiera surgir en el momento. Las cabras lo sabían y entre uno y otros se había pactado un silencioso reconocimiento.
Únicamente las lagartijas se atrevían a cruzar de palmo a palmo esa tierra reseca en el verano sanjuanino. Se desplazaban a sus anchas haciendo especies de postas: del alambrado al espinillo, del espinillo a los fierros viejos abandonados en un rincón, de éstos al piletón de agua. Nadie interrumpía su viaje, ni siquiera Bandido se inmutaba ante esos animalitos del mismo color de la tierra.
También el Chúcaro vio salir a las cabras del interior de la casa, les chistó apenas, desperezándose en la silla en la que estaba montado más que sentado, usando su respaldo hacia adelante para aprovechar los brazos como almohada. Ninguna actividad podía interrumpir esas horas de la tarde donde el sol se clava como puñal en la espalda y obliga a todos a una suerte de somnolencia maldita. Sólo dejarse estar, esperar a que pasen las horas y el calor dé una tregua aliviadora.
Hacía largas horas que el Chúcaro permanecía así, espantando de vez en cuando a las moscas que le zumbaban en el oído y soltando algún rezongo más allá de él. Vivía en ese paraje desde su nacimiento que nunca había sido registrado en ningún acta, sólo la tierra y los escasos habitantes del lugar sabían de su existencia pero con eso alcanzaba, para qué más.
En ese árido rincón de la tierra todos eran nadie. Abandonados a su suerte, los parroquianos sabían que ninguna guerra pediría por sus brazos, ninguna promesa los alcanzaría alguna vez.
El Chúcaro vivía con su padre, estaba a su cuidado desde que se había quedado hemipléjico varios almanaques atrás, casi incontables. Amancio, así se llamaba su padre, tenía las carnes tan secas como la tierra y abandonado en un catre miraba constantemente hacia afuera gracias a la ausencia de puertas. De vez en cuando llamaba a su hijo: ¿No ha llegado la carta para mí?, le preguntaba con voz dolorida. La respuesta era siempre la misma: no padre, no ha venido el correo hoy tampoco.
La espera de esa carta lo había mantenido vivo, en ella se cifraba la última ilusión de su vida. De madrugada, muchas veces, balbuceaba sonidos referidos a la carta y, aunque no lo hablaran, esa larga espera era el dolor que se interponía entre su mirada y la de su hijo.
Todos en el paraje sabían de ese tema y estaban prevenidos por si alguno, cierta vez, veía llegar a algún cartero. En realidad no eran demasiados los que habitaban el lugar, las casas estaban distantes entre sí pero todos se conocían, registraban las cabras de cada uno por sus señas particulares y se sentían parte de ese paisaje en el que estaban adosados como un espinillo más.
El Chúcaro tocaba la armónica. Alguien al que cierta vez se le detuvo el auto en el lugar se la había regalado en reconocimiento a su ayuda mecánica y desde esa vez no soltó nunca más el instrumento. Ese hecho ocurrió en su adolescencia y gracias a su buen oído pudo aprender no sólo a tocar sino a hacerla sonar mejor que ningún otro, era por eso que en las largas tardes de San Juan los parroquianos se reunían para oírlo. Por esa virtud musical, explicada como milagro por algunos, el Chúcaro era un alabado artista del lugar aunque nadie lo reconociera bajo esa etiqueta. Él sólo tocaba, improvisaba melodías y nunca logró cuestionarse bajo qué rótulos se inscribía su labor porque le era tan natural como arriar las cabras, beber agua o esperar la visita del cartero.
El paisaje había cambiado en ese último tiempo, algunas de las paredes de barro de las casas abandonadas empezaron a ser pintadas con leyendas partidarias.
Parece que hay cambio de gobernantes, le comentó Amancio a su hijo mientras observaba desde el catre cómo dos chicos pintaban la pared de la tapera que estaba al otro lado de la ruta. Sí, quién sabe, le respondió el Chúcaro, que vigilaba la parsimonia con la que una cabra se le acercaba, siempre con esos ojos que piden auxilio. Si cambia el gobernante, a lo mejor ahora llegue la carta, le volvió a insistir. Puede ser, dijo el otro como para dejarlo tranquilo y se quedaron así viendo cómo los chicos dibujaban con letras desprolijas la leyenda que prometía el “Verdadero cambio”.
La última vez que un gobernador había visitado el paraje Amancio aún caminaba, todavía no había sucedido el episodio que conllevó al tema de la carta por lo cual sólo se limitó a espiarlo desde lejos como a una figura implacable venida de otro mundo. El gobernador le levantó la mano y Amancio asintió con un leve gesto, casi parapetado detrás de los fierros porque ese tipo de personajes siempre habían sido una especie de aparición entre mística e insólita. Ese paraje era uno de los tantos lugares escondidos en los cuales el signo político del gobierno no cambiaba en nada la historia de la gente, las promesas se diluían tan pronto como eran anunciadas y para los lugareños el gobierno era algo que quedaba muy lejos, un lugar donde siempre había señores con traje y corbata. Nada más se sabía del Estado, la única realidad eran las cabras, la tierra reseca, el calor sofocante y los rostros curtidos que lo formaban.
En una de esas mañanas, una gran comitiva en camionetas se detuvo en el paraje, adornada como una carroza con pancartas, banderas y papeles tirados al viento. La gente se acercaba expectante cuando se corrieron las voces de que en uno de esos autos venía el candidato a gobernador; el hombre no se bajó de la camioneta sino que desde la parte trasera utilizada como palco, megáfono en mano, comenzó a distribuir sus promesas oídas tantas veces por todos.
La gente lo escuchaba disimulando atención, más curiosidad generaba aquel espectáculo colorido que las palabras del funcionario. Amancio le pidió a su hijo que vaya a preguntarle por la carta y éste partió desganado, seguido por Bandido. A pesar de los esfuerzos nunca pudo hablar con el gobernador, sólo consiguió un diálogo entrecortado con uno de los acompañantes porque también en esas situaciones la burocracia impone sus leyes.
El Chúcaro le explicó al hombre la realidad de su padre: un jubilado al que jamás le llegó la orden de cobrar sus aportes, la cantidad de trámites al que se vio sometido y la enfermedad que lo aquejaba. El otro lo escuchaba distraído, la comitiva tenía que partir hacia otro lugar antes de que el calor se hiciera más insoportable; sin embargo tomó nota en un papel y gesticulaba con grandilocuencia. Amancio observaba todo desde el catre.
—¿Qué te ha dicho hijo?— le preguntó a su vuelta.
—Me dijo que si gana este gobernador la carta llegará, que él se va a encargar.
—¿Cuánto falta para eso?
—No sé padre, duérmase ahora, yo tengo que echarle agua a las cabras.
—Chúcaro, avísele a los vecinos que se estén más atentos, que puede pasar el cartero.
—Los vecinos ya saben, duérmase tranquilo.
Así lo despidió en el catre, salió afuera, les chistó a los animales y se perdió con ellos tierra adentro hasta convertirse en un punto gris.
Desde la casa sólo se oía el sonido de la armónica que el viento zonda llevaba en remolinos secos.
02 de octubre de 2010