En su alocución diaria en la Casa Rosada, ahora acotada en el tiempo por orden presidencial (tampoco se reproducen sus discursos en el sitio de la Presidencia de la Nación; el último es del 8 de enero), el martes 14 Jorge Capitanich buscó justificar el impuesto a los autos de alta y media gama en la necesidad de ahorrar divisas. No se refirió explícitamente al déficit comercial del sector automotor, particularmente con Brasil; prefirió referirse al evidente déficit del sector energético, por lo que insistió en la prioridad de tener “divisas” para hacer frente “a la demanda energética”.
Tampoco se refirió al déficit comercial del sector electrónico, en este caso con China, aunque al referirse a la necesaria sustitución de importaciones, informó: “Ayer hemos tenido agenda muy intensa con inversores de empresas chinas que piensan en invertir en el país y estudian un proyecto por 20 millones de dólares (¡sic!), con fase inicial que permitiría una generación de 60 puestos de trabajo, para producir tecnología tipo chip”. (¡20 millones de dólares de inversión en una industria con un déficit comercial de más de 3.000 millones!).
El impuesto a los autos
Volviendo a la justificación del impuesto a los autos de media y alta gama por el ahorro de divisas, no dijo toda la verdad porque dichos impuestos no sólo alcanzan a los importados, sino que abarcan a todos, incluidos los nacionales. Por ahora pocos, pero como el mínimo se fijó en pesos, con la inflación en pocos meses serán alcanzados muchos más autos con el impuesto.
Pero donde llevó sus argumentos al absurdo fue cuando invitó a “sacar una cuenta fácil”, según la cual, la importación de cien mil automóviles a 50.000 dólares cada uno causaría un drenaje de divisas equivalente a cinco mil millones de dólares. Es una cuenta fácil, como dijo, pero muy lejana a la realidad. Ya quisieran las automotrices vender en la Argentina cien mil unidades de más de 50.000 dólares. El mercado para unidades que superan ese valor es, con suerte, la quinta parte, es decir no más de veinte mil automóviles. Lo que nos daría, si todos son importados, un drenaje de mil millones de dólares.
Además, como no es seguro que todos estos autos se dejen de importar, y porque con la inflación se abarcarán cada vez más autos nacionales, el argumento de las reservas parece más bien ocultar la intención recaudatoria que se vio frustrada por la marcha atrás en la intención de aumentar el impuesto a los Bienes Personales. Tampoco es cierto que el impuesto sea sobre los autos cuyo precio supere los 50.000 dólares, ya que el proyecto que Capitanich envió al Congreso alcanza a las unidades de más 170.000 pesos, antes de cualquier impuesto, es decir, al tipo de cambio actual, menos de 24.000 dólares.
Si la Argentina llegara a demandar cien mil unidades de vehículos que tienen 50.000 dólares como precio de salida de fábrica sería, sencillamente, otro país. Tal vez ése sea el origen de los problemas de Capitanich. Cree que está gobernando un país en el que falta tomate en enero (con un anuncio de importación, que nos volvió a hacer recordar las medidas menemistas o, a los mayores, “los pollos de Mazzorin” del alfonsinismo), donde el mercado de autos de lujo es de los más grandes del mundo y donde la gente precisa que se le explique que “con el trigo se hace harina y con la harina se hace el pan”.
En el trigo p’al tomate
También con este tema del trigo, como en otros productos del campo se siguen aplicando las mismas ideas de Moreno, en realidad de la presidenta, que estrangulan su producción llevando a que todo sea soja (principalmente a favor de los terratenientes latifundistas y los monopolios imperialistas exportadores), con lo que la supuesta defensa de “la mesa de los argentinos” se convierte en su contraria. Ahora se estima en el caso del trigo que el saldo exportable de este año, sobre las necesidades internas, es de más de dos millones de toneladas. Pero el gobierno, como “una gracia” autorizó la exportación de apenas medio millón de toneladas, con lo que los productores siguen a merced del precio que paguen el trigo los monopolios harineros, y no hay ninguna garantía de que baje el precio del pan.
El tema de fondo es que el kirchnerismo en sus diez años de gobierno, tampoco en este caso se propuso revertir aquella nefasta medida del menemismo de 1990, como fue el desmantelamiento de las juntas de Granos y de Carnes. Sin esos instrumentos reguladores con la participación de los productores y los trabajadores, por más que se despotrique contra el menemismo y “los sectores concentrados” (eufemismo para no hablar de monopolios), en la realidad termina siendo “el mercado” el que se impone. En este caso los monopolios intermediarios (comercializadores y/o industrializadores) de los granos y de las carnes. Los primeros perjudicados con “los parches” son los productores con precios no compensatorios y, en poco tiempo, los consumidores con precios que terminan “ajustando” la demanda a la oferta.
Es que en estos diez años el gobierno kirchnerista, siempre ha privilegiado y sigue privilegiando, aunque diga otra cosa (“miren lo que hago, no lo que digo”, les aconsejó un día Néstor Kirchner), a los monopolios que dominan el mercado, “los dueños de la pelota”, los únicos que el gobierno kirchnerista reconoce como “interlocutores válidos” y con los que sigue insistiendo en firmar “acuerdos de precios”, que ya ni siquiera sirven para ocultar por un tiempo los problemas de fondo.