Experimentamos incesantes alzas de precios en términos de la moneda que pasa por nuestras manos. Estas alzas entrañan un deterioro persistente de las condiciones en que se desenvuelve la mayoría, y esta mayoría incluye no sólo a quienes tienen sus ingresos estipulados en una suma de dinero de antemano –salarios, sueldos, pensiones- sino, también, a una parte al menos de los empresarios y de los productores por cuenta propia. Estos, ya actúen en la producción regenteando la transformación de unas mercancías –que compran- en otras –que, luego, venden-, o en actividades de intermediación en las que la transformación física de las mercancías desempeña un papel menor o nulo, efectúan sus compras a precios de una fecha y sus ventas a precios de otra fecha. Es decir que, en principio, están en condiciones de seguir el ritmo del alza de precios, y esto hace que sea más difícil comprender que también muchos de ellos se vean perjudicados por este proceso, aunque de otro modo.
No se trata simplemente de una tendencia generalizada de los precios a aumentar, sino de una tendencia de los precios a aumentar de manera despareja. Por eso se dice que varían los precios relativos. El ejemplo más notable de esto está contenido en la expresión según la cual “los precios suben por el ascensor mientras que los salarios lo hacen por la escalera”. En efecto: el salario es un precio también. Es el precio de la fuerza de trabajo, es decir de la capacidad de trabajar, que venden quienes no tienen otra forma de subsistir. Así, se trata de un caso de variación de los precios relativos, y de un caso muy importante social y económicamente, aunque esto resulte evidente en razón de que, por lo común, se entiende por “precios” los de las mercancías “objetivas”, es decir de las mercancías distintas de la fuerza de trabajo. Pero la fuerza de trabajo asalariada es una mercancía, y su precio es el salario o el sueldo que se cobra comprometiéndose, como contrapartida, a trabajar durante cierto tiempo y en ciertas condiciones.
Al estar fijados los salarios, en dinero, de antemano, y al reajustarse tardíamente en el mejor de los casos, la inflación significa una reducción de la masa de bienes que puede comprarse con el salario mes tras mes, quincena tras quincena. Esto conlleva una redistribución del ingreso a favor de quienes compran y venden mercancías “objetivas” y en detrimento de quienes tienen sus ingresos fijados en dinero, como los asalariados. Mientras todo esto se verifica a un ritmo limitado, puede favorecer a la generalidad de los empresarios estimulándolos a emplear a más trabajadores y producir más: de allí que cierta alza sostenida de precios forme parte de las políticas llamadas “keynesianas” de activación inmediata de la economía.
Pero, por otro lado, no todos los empresarios están en condiciones de ajustar precios en una misma proporción, sino que algunos lo hacen más allá del porcentaje general mientras que otros no pueden llegar a resarcirse completamente alcanzando este porcentaje. Unos se encuentran ante una demanda dinámica que absorbe fácilmente los aumentos; o bien, por su tamaño, dominan entre pocos el mercado de un producto determinado, lo que les hace más fácil alcanzar un acuerdo al menos transitorio para imponer alzas de precios en sus ventas y resistir los aumentos en sus compras; o bien manejan productos exportables, pudiendo redistribuir sus operaciones entre los mercados internos y externo según dónde se encuentren condiciones más favorables para ellos. Otros, al revés, operan con productos cuya demanda está estancada o en declinación y se reduce fácilmente ante la exigencia de precios en aumento; o bien coexisten muchos y pequeños en el mercado de un producto, limitándose mutuamente; o bien no cuentan con la opción del mercado exterior.
La variación de los precios relativos propia de la inflación supone, pues, múltiples redistribuciones simultáneas de ingresos, no sólo entre asalariados por un lado y empresarios de distintos estratos –diferenciados por el tamaño- y de distintos sectores –diferenciados por la actividad-. De allí que pueda concebirse la inflación como una política, como un medio deliberado de expropiar a unos en beneficio de otros, y en ocasiones esta interpretación corresponde en parte a la verdad; o que, sin llegar a tanto, puede hablarse de beneficiarios de la inflación, ya que objetivamente los hay; y de allí, también, que se la llame “el más regresivo de los impuestos”, ya que por este medio puede el Estado procurarse recursos quitándolos indirectamente a los que tienen menos o nada tienen más que su salario, en vez de recaudarlos de los que tienen más.
Pero estos razonamientos son plenamente válidos sólo si se supone que la escala de la producción, la magnitud de la “torta” producida en toda la sociedad, no se ve afectada negativamente por la inflación. Ahora bien, las inversiones se presentan como beneficiosas para un empresario, y éste las efectúa, cuando las ganancias que espera obtener por este medio superan los intereses que obtendría prestando dinero en vez de invertir o, lo que es lo mismo, los intereses que tendría que pagar si invirtiese con fondos tomados en préstamo. Cuando el aumento de precios se acelera y se desordena, tornándose completamente inseguros los cálculos acerca de las características que asumirá en el futuro, aparecen otros problemas. Por dos vías se reduce el incentivo a invertir. Por un lado, el crédito tiende a escasear y a costar intereses especulativamente altos, pues quien presta pretende precaverse de un alza de precios difícil de prever así como del riesgo de no cobrar por insolvencia del deudor en un contexto inestable. Por el otro lado, se hace cada vez más incierto el cálculo de las ganancias que puedan esperarse de las inversiones que se emprendan hoy. Estos cálculos son, a veces, referidos a plazos relativamente cortos, como cuando se trata de comprar materiales y conchabar trabajadores para producir mediante instalaciones ya existentes; pero, cuando se trata de invertir en instalaciones nuevas o de renovar maquinarias para su empleo durante varios años, el plazo se amplía y se amplía, con él, la incertidumbre.
Al acelerarse y desordenarse el alza de precios se llega a la inflación propiamente dicha, que inhibe las inversiones, contribuye a reducir el empleo y, con él, el consumo, lo que repercute a su vez en las inversiones por estrecharse el mercado, y así sucesivamente. A un ritmo menor y bastante previsible, el alza de precios podía significar para la mayoría de los empresarios mayores ganancias por cada trabajador, fomentando cierto aumento de la producción y el empleo a corto plazo. Era un medio, aunque socialmente costoso e injusto, de promover el crecimiento de la “torta” del ingreso total beneficiando doblemente a los empresarios y haciéndose, a veces, aceptable en lo inmediato para los asalariados por un aumento de la ocupación que compensaba hasta cierto punto el perjuicio consistente en la pérdida de poder adquisitivo del salario por hora, por jornada o por quincena. Ahora, lanzada a velocidad mayor y con mayor desorden, el alza de precios se convierte en un factor que limita el crecimiento de la “torta” o inclusive la reduce, y el círculo de los beneficiarios se estrecha en extremo. Esto es lo que suele ocurrir cuando, a las causas primarias de la inflación, se agrega una causa secundaria que se hace autónoma: la propia expectativa de que se acelere sin cesar la marcha ascendente y desordenada de los precios, convirtiéndose en una “profecía autorrealizada”, como ocurre con muchas expectativas en economía.
Hoy N° 1936 26/10/2022