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02 de octubre de 2010

Quería ir al brindis

Hoy 1283 / Cuento

Este hecho sucedió hace muchos años, más de veinte y, aunque es sencillo, entre mis conocidos siempre lo recordamos porque muestra un poco la personalidad de su protagonista. Como fui parte de esta anécdota voy a contar lo que recuerdo de ella.
Arranca un viernes después de la siesta. Los mayores estaban despertando, menos mi abuela y yo que en esa época no dormíamos la siesta; en la cocina tomábamos mate y veíamos la novela. En eso, llegó desde mi pieza un señor alto, con poco pelo, que estaba de visita. Tenía lentes con marco grueso de color marrón.
—A este chico siempre le quito la cama, cuando sea grande no me va a querer.
No sabía si lo decía de verdad, pero no lo sentía así ya que dormir en un colchón en el piso era una aventura para mí. El hombre se sentó y aceptó un mate.
—¿Ya sabe que la cadenita es de la madre?
—¿¡Usted mira la novela!? – Se sorprendió mi abuela.
—La sigo cuando puedo, viajo mucho pero donde voy veo un capítulo y puedo seguir la historia.
—¡Qué raro! Un hombre tan culto como usted, que ha estudiado y sabe de política.
—Es importante ver la novela -dijo con una sonrisa- Es tema de conversación con las mujeres.
Ante el comentario mi abuela quedó un poco confundida, pero no sin respuesta y siguieron charlando. A los dos les gustaba hablar y siempre de alguna manera ella encontraba la forma de llevar la conversación a su tema favorito, la época de Perón. Como era muy antiperonista tiraba algunos dardos para provocarlo, pero en estos casos el amigo era muy diplomático, no entraba en confrontación con la abuela y buscaba la manera de encarar la charla en forma amena.
Al rato entró en la cocina mi papá, en camisa y pantalón corto, saludó y se incorporó a la mesa. Con el visitante se conocían desde mucho tiempo atrás, creo que desde antes que yo naciera, y aunque a veces la relación era tensa por discusiones, los unían muchas cosas y siempre que él estaba en San Juan se quedaba en nuestra casa.
—Estoy impresionado, no hay nada de viento, eso no lo vi en ningún lado.
—¿Nunca viniste con Zonda?- dijo mi viejo.
—Sí, si ese lo conozco, pero te digo ahora que no se mueve ni una hoja, está todo quieto. Allá en mi pueblo siempre una brisita hay.
Una vez le pregunté si en su pueblo había muchas tortugas, contestó indignado que no tenía nada que ver con las tortugas: “En la puta vida alguien vio tortugas por allá, y ahora tenemos hasta una estatua en la entrada. Todo es porque rimó en la canción, pero podía haber puesto Mar de Ajó, Cutral Co, o cualquier otro lugar”. A mi me resultaba divertido escuchar como contaba las cosas.
—Pueda ser que no venga viento fuerte, esta tarde tenemos el acto- dijo mi mamá que estaba preparando tostadas.
—¿Hacen un acto?
—Sí, te comenté- contestó mi viejo.
—Dijiste que estaban ocupados, no que hacían un acto.
—Es por el 8 -aclaró mi mamá-. Va a ser una charlita en la Villa Unión, van compañeras amas de casa y rurales.
Se entusiasmó mucho con la reunión de mujeres, y comenzó a preguntar detalles sobre quiénes iban, cómo lo habían organizado, quiénes iban a hablar y demás. Mi mamá le explicó todo y le dijo que tenían preparadas unas empanadas para el brindis.
—¿Puedo ir?
—¡Claro que podés ir! –dijo mi papá mientras le alcanzaba una tostada- Probá esto, es arrope.
—¿Es de uva?
—Sí, se hace con el mosto, ¡cuidado que chorrea mucho!
La advertencia llegó tarde y el líquido se derramó para caer en el pantalón de nuestro amigo. El arrope es así, incluso más traicionero que la miel líquida, y como es oscuro la mancha es muy notoria. Trató de limpiarse con una servilleta pero sólo consiguió desparramar el dulce y crear una aureola.
Todos se apenaron por la mancha pero él se mostró demasiado preocupado, yo no entendía por qué hasta que mi mamá le pidió el pantalón para ponerle quitamanchas: “Con una enjuagadita sale”.
—No traje otro– ese era su pesar, no podría ir a la reunión que empezaba en dos horas- prestame una esponja para sacar un poco la mancha.
Mi mamá se opuso a su método de limpieza e insistía en lavarlo. “Lo enjuago rápido y se seca en dos patadas”.
Lo convenció mi abuela cuando dijo que de otra manera iba a quedar la mancha para siempre. Entonces se puso un pijama color beige clarito con dibujitos marrones y entregó el pantalón.
Mientras esperaba recuperarlo limpio y seco la charla siguió como si nada. Resultaba gracioso verlo con pijama, medias de vestir color verdes y zapatos suela de goma.
Cuando el sol comenzaba a ocultarse tras la montaña empezó a soplar un suave viento sur. Nos alegró porque no afectaría la reunión, pero nos desesperó notar que sin sol y con viento no se iba a secar el pantalón aún mojado en la soga.
En esa época el lavarropa no centrifugaba y el koh-i-nor era un lujo que se conocía por televisión. El pantalón de tela marrón estaba demasiado mojado para usar la plancha. A una de mis hermanas se le ocurrió una idea muy ingeniosa, probar con el secador de pelo, pero tampoco dio resultados, porque a pesar de que era grande como una turbina no secaba lo suficientemente rápido.
Mi papá comenzó a pasarle pantalones para que se midiera pero nuestro amigo era más alto que él y más flaco.
—Pidamos a alguien –propuso mi mamá.
—¿A quién? Nadie es de su talle, y a esta hora ya deben estar allá.
—Y a Julio o a Pedro que también son altos –esos eran vecinos, y realmente podían llegar a ser del mismo talle, por lo que mi papá estaba por salir a preguntarles cuando el señor de visita le dijo que espere.
—¿El lugar es cerrado?
—Es una galería encarpada en la casa de un compañero- contestó mi papá.
—¿Da a la calle?
—¿Qué te preocupa?
—Nada, se me ocurre que puedo ir, no me bajo y escucho desde el auto.
Al principio mis padres creyeron que era un chiste, pero la visita insistió. No parecía lógico ir a un lugar para estar tres horas sentado en el auto, pero a esa altura no tenía otra alternativa más que quedarse en casa y evidentemente tenía muchas ganas de ir a la charla.
—La casa tiene una entrada hacía el fondo– dijo mi mamá- por ahí se puede meter el auto adentro de la casa.
La propuesta fue aceptada y partieron a la reunión.
A mí me gustaban las reuniones y más en esa casa porque había muchos niños para jugar, con un enorme baldío detrás de la villa, pero la noche es un horario con el que nunca congenié, me daba sueño y terminaba de mal humor dormido en una silla. Me quedé con mi abuela y mis hermanas. A la hora en que me dormí todavía no regresaban.
Al levantarme a la mañana vi en el living mucha gente conocida, amigos de mis padres. Me acerqué a saludar y nuestro amigo estaba sentado en rueda de charla, algunos fumaban y todos reían mucho. Uno de mis tíos contaba lo que había sucedido la noche anterior, él con su vozarrón inconfundible daba explicaciones, volvían las carcajadas.
—¿Habrán pensado que es una nueva moda en Capital?
—No. Muchas no se dieron cuenta porque estaba medio tapado– explicó mi mamá-. Incluso una de las chicas me dijo “que bien que habló ese señor”.
—¿Te animaste a dar un discurso así?– preguntó alguien que no había estado.
Si, se animó. No aguantó escuchar desde el auto, bajó a saludar y charlar con las compañeras, dirigió unas palabras y participó del brindis. Quería ir a la charla, y nada lo detuvo. Así era Jorge Rocha, puro entusiasmo, puro fervor revolucionario.

Andrés de San Juan