Con Damián Cardaretti, ya son cuatro los muertos por la explosión en el laboratorio de la facultad de Ingeniería de Río Cuarto el 5 de diciembre pasado. Los otros tres son el estudiante Juan Politano y los docentes Liliana Giacometti y Carlos Ravera, en tanto continúan internados con pronóstico reservado Miguel Mattea y Gladys Baralle.
La investigación de la justicia está centrada, hasta ahora, en la cadena de responsabilidades que derivaron en la tragedia, relativas a fallas de seguridad. Estarían comprometidos el vicedecano de la facultad –y a la vez presidente de la Fundación de la Universidad de Río Cuarto, Carlos Bortis– por su presunta autorización del ingreso de los tambores con hexano cuya explosión iniciara la tragedia, y el secretario técnico de la Universidad, José L. Pincini, por la prolongada inacción de la comisión de seguridad que preside, pese a las denuncias docentes e, inclusive, de un informe de la Sigen de julio de 2007, denunciando fallas de seguridad.
Pero la información suministrada por La Voz del Interior sobre la tensa reunión del Consejo Superior de mediados de la semana pasada, consigna también la denuncia de la presidenta del Centro de Estudiantes de Ingeniería, Paula Ochoa, sobre el condicionamiento que supone para la investigación de la Universidad la prestación de servicios a empresas, dato que probablemente aluda al acuerdo “aún no firmado” reconocido por el presidente de la empresa De Smet SAIC, de capitales belgas, “principal proveedora argentina de todas las industrias aceiteras y de biodiesel del país”.
Carlos Juni consigna que “el acuerdo era con la Fundación de la Universidad” y que pese a no haberse firmado todavía “se empezó a trabajar como muchas veces sucede en estos casos en que los procedimientos internos son más burocráticos (sic) y no acompañan los tiempos de los investigadores. Pero nosotros recibimos el proyecto de la universidad, adherimos a eso, y con esa base empezamos a trabajar”.
Detalla luego que uno de los internados –Sebastián Murillo– “es empleado nuestro” y que otro -el arquitecto Diego Bonazza, de la empresa Verdú SA de Rosario–, es contratista de la empresa. “Eran cuatro ensayos y ya se habían realizado tres. Ya estaban terminando”. ¿El precio del servicio? “Una contribución establecida. Diez mil pesos”.
Vale decir, el estudio y el trabajo de estudiantes e investigadores de la universidad argentina, la utilización de instalaciones y recursos materiales que debieran discutirse democráticamente y estar puestos al servicio de las necesidades del pueblo argentino, vilmente hipotecadas a servir a la investigación de grandes monopolios privados por la miserable coima dispuesta a “untar” la conciencia y el bolsillo de unos pocos, sin siquiera pasar por la caja de las universidades… (El citado informe de la Sigen denuncia como “falencia en el manejo de los fondos” el hecho que las facultades de Ciencias Económicas e Ingeniería hayan celebrado convenios con la Fundación en los cuales se vulnera una resolución que establece expresamente que el 100% de los fondos (sic) debe ingresar a la tesorería de la UNRC”).
Este modelo de “vinculación” entre las universidades y los “intereses regionales”, que estableciera la Ley de Educación Superior sancionada durante el menemismo –vigente hasta hoy– es la razón subyacente de las muertes de los investigadores y el estudiante. Y denunciarlo y desmontarlo es parte del debate a reabrir sobre la Ley, uno de los “temas pendientes”, como declarara el ex ministro kirchnerista Filmus.
02 de octubre de 2010