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02 de octubre de 2010

Un pueblito, una estancia

Hoy 1222 / En el oeste bonaerense

El pueblo se llama Magdala, y seguro que fue pensado para un futuro más venturoso. Se adivina en una cornisa pretensiosa, en las dimensiones del almacén de ramos generales que ya no está, en ese señorío prendido a un muro, tan empecinado como el musgo… Pero hace tiempo que es un pueblo apuñalado por el olvido. Desde que se acabaron los arriendos y ralearon a los gringos de las chacras, desde que el tren dejó de tocar pito, desde que las estancias lo rodearon sin remedio para invernar ganado y después sembrar de esa forma, tan brutal, tan sin gente…
Los más viejos no quieren hablar del presente, prefieren aferrarse a los recuerdos. —Había mucha alegría cuando pasaba el tren, señor. Hasta hubo agencias de automóviles. ¡Y los corsos y los bailes…!, viera.
—¿No hay trabajo, doña?
—¡Y cómo quiere que haya! –responde molesta. Baja la mirada para no convidar con dolor. Y llama a su hijo porque, dice, “sabe hablar mejor”.  “Y ni perros hay”
Igual que su madre, ha preferido sortear la siesta dominguera. Habla sin rodeos: —Los ricos (se refiere a los Blaquier) empezaron a agrandar la estancia cuando vino la inundación. ¡Nosotros ahogados y ellos juntando hectáreas! A “La Media Noche” la compraron con personal, camioneta, y todo lo que había dentro… Se van quedando con todos los campos de la zona. Una lonja de 17 mil hectáreas, y ni perros hay dentro.
—¿Cómo es eso?
—La soja los puso más angurrientos. Con retroexcavadoras voltean corrales, galpones, puestos, montes, casas…, después hacen pozos gigantes y tiran todo, cubren con tierra y fertilizan. En 2 años, dicen, el lugar se vuelve productivo. Así recuperaron 100 has. Y el año pasado empezaron con el alambre…
—¿Con los alambrados?
—Sí. Sin ganadería ya no les interesa más que el perimetral. Alzaron kilómetros de alambrado y lo enterraron.  Innovaciones
Hoy la estancia es un lote (a excepción de los bajos donde cercos eléctricos contienen el ganado que queda) y hacen “siembra por ambiente” en “lotes virtuales”, clasificados según productividad con monitoreo satelital desde la administración central. En los ‘90 tenían maquinaria propia, después tercerizaron, se sacaron el personal de encima, vendieron la maquinaria en un remate y comenzaron a pagar servicios a 6 contratistas. Para sembrar la última soja pagaron $ 68 por ha. Al liquidar a cada contratista hacen una retención de $ 8 por ha. “por nacimiento de semilla”. Un fondo que retiene la estancia a modo de reaseguro por si no ha sembrado correctamente. En los hechos, reducen el costo de siembra, con una pérdida de $ 3 por hectárea para el prestador, ya que de acuerdo a la supervisión que hace la estancia, nunca es óptimo el desempeño de un contratista.

Controladores
Llaman así al encargado de verificar el trabajo de los contratistas. Una suerte de paratécnico y capanga moderno que la estancia toma temporalmente con un sueldo que no supera los $ 1.400 y un porcentaje menor de la cosecha a cargo. Ocupan a 4, tiempo completo, para el seguimiento diario, desde la labranza hasta a la recolección. En 6 meses de labor, nunca llegan a cobrar más de $ 2 mil por mes. Por lo general no son de la zona, son jóvenes egresados de escuelas agrarias. Al cabo de la cosecha los relevan.  

Exigencias
Cada contratista firma un acuerdo que manda la administración ya redactado. La estancia provee agroquímicos y la semilla de producción propia (En Magdala, Blaquier hace semilla para ésta y sus otras estancias, a un bajísimo costo. Incluso comparte ensayos con Nidera y otros laboratorios). “Con tierra y semilla propia, pagando siembra, cosecha, agroquímicos y fertilizada…, Blaquier invierte lo que equivale a 500 kg de soja por ha. y levanta libres más de 2.500 kg”, aventura un chacarero de la zona.
Para un contratista no es fácil prestarle servicios al latifundio. Asalariado que toma debe tener un seguro personal y otro por posible daño a la propiedad. La estancia cubre cualquier accidente o siniestro con los seguros que paga cada contratista de entre 8 y 10 mil pesos por temporada para asegurar maquinaria, 2 empleados y él mismo, ya que para ingresar al campo es requisito, aunque no participe directamente de las faenas. En cuanto a la tecnología las innovaciones deben ser constantes. Cada vez que CREA recomienda un avance, el prestador de servicios sabe que no puede no tenerlo. 

Prestación
Cada contratista tiene asignado un promedio anual de 1.200 has. de soja, 700 de maíz y 600 de trigo. Y por los servicios de recolección recibe una paga semanal en dinero, equivalente a 8% de lo cosechado (según el valor de comercialización). Hay ocasiones, como el año pasado, que la estancia logra aventajarlos aún más: como los controladores de siembra hacen un estimativo de rindes, antes de cosechar el maíz la estancia incluyó una cláusula con un tope de 8% pero sobre un máximo de 9 mil kg por ha., cuando el rinde real, como habían determinado los estudios previos, alcanzó 11.800 kg. Con lo que Blaquier cosechó millones de kilos a ningún costo. Con el agravante que el mayor rinde representó para cada equipo más trabajo y tiempo.
De esa suma que perciben los contratistas, se dice que les queda un 50% tras descontar la paga al personal, otros gastos y alguna rotura eventual, sin contemplar amortización de maquinarias o reparaciones de envergadura.
La temporada pasada, al recolectar mil hectáreas de soja con un rinde de 3 toneladas, en 2 meses de trabajo, un contratista después de los citados descuentos, obtuvo $ 80 mil. El monto parece importante, pero es oportuno observar el valor de la maquinaria y las exigencias de renovar para comprender por qué ninguno de los prestadores de servicios agrarios se sienten tocando el cielo con las manos y se habla de una riqueza ficticia (Una cosechadora vale 200 mil dólares. La incorporación del equipo para realizar mapeos por GPS, 25 mil dólares, y una balanza sincronizada para el chango –carro recolector 9 mil dólares–. Sólo en la intimidad y en confianza esos dueños de maquinaria sueltan quejas. En público rinden fidelidad a la gran estancia. Valoran la estabilidad y la certeza de que, cada temporada, dispondrán de una buena cantidad de has. en qué ocupar la maquinaria. 

Obreros
La anterior temporada se cosecharon en Magdala 56 millones de kg de maíz, 20 de soja de primera y 7 de segunda, con 6 contratistas que emplean a 16 obreros por jornadas de 14 y 16 horas, sin relevos ni descanso, más que media hora para almorzar. Tres contratistas tienen su personal mensualizado a un promedio de $ 1.400 mensuales más un ínfimo porcentaje por las tareas. Los equipos restantes pagan en porcentajes por trabajo realizado. Un maquinista recibe el 10% del 8% bruto que percibe el contratista.  Para seguir con el ejemplo de más arriba: el maquinista del equipo que cosechó mil hectáreas de soja, cobró $ 16 cada ha., y el tractorista (que tracciona el chango al lado de la máquina) un 6% $ 9,60. Por 50 días de trabajo parece un muy buen ingreso comparado con los sueldos urbanos de la zona, aunque hay que contemplar que trabajarán otros 40 días en la cosecha de trigo, lo que hacen un total de 90 días de campo más otros 60 (que no se pagan) “de taller” abocados al acondicionamiento de las maquinarias. Los meses restantes carecen de ingresos.  “Una nada”
—Una nada dejan sus cosechas en el pueblo, diga… —se quejó nuestro interlocutor. No hacía falta el comentario. En el pueblo no hay un solo rastro de prosperidad. Blaquier tampoco compra insumos en la zona.
Sentado en una silla bajita, otro hombre, entrado en años, sigue un partido de fútbol desde una portátil enarbolada en un palo. A sus pies, un cuzco aburrido le rinde fidelidad. Me aproximo. Saluda sin entusiasmo.
—Los perros y los viejos se aquerencian demasiado…, tal vez por eso uno se quede —masculla sin mirarme.
—Para que el pueblo no desaparezca hay que estar… —digo, por decir algo.
—Es que el lugar de uno es el lugar —remata el viejo con lógica pampeana.
—Claro —digo. Y me alejé pensando en perros, en viejos y en pueblos que van siendo de casi nadie.